Hoy he decidido comenzar una serie de relatos sobre la desigualdad. ¿Por qué? Pues porque me la encuentro día a día como algo banal y cotidiano, porque convivimos con ella como si fuera una parte inevitable del decorado de nuestras vidas. También he decidido que con mis artículos no puedo pretender ser objetivo ni dar lecciones, ni tan siquiera creo que pueda ofrecer mis experiencias como dato que puedan servir para nada, solo deseo explicar algunas de las historias cotidianas con las que me encuentro y que, casi siempre, me arrancan un profundo sentimiento de compasión y de rabia. No hay más, aunque bien es cierto que la terrible injusticia de la desigualdad merezca mucho más esfuerzo por parte de todos.
Rubén es por supuesto un nombre inventado, un nombre asignado a una persona real que debo proteger. Rubén es un chico de 15 años, un chico muy risueño que muestra sin complejos dos hileras desiguales de dientes. Es cierto que es un poco remolón a la hora de estudiar, pero lo compensa de sobras con una actitud extrovertida y siempre dispuesta a reconocer sus errores. Si le conocierais y charlarais con él un rato, en seguida os daríais cuenta de que ya es un gran tipo, una de esas buenas personas que siempre sufren demasiado con tal de evitar el sufrimiento de otros. Hoy me lo he encontrado en un pasillo del instituto. Sus compañeros estaban realizando una actividad fuera del centro durante toda la mañana, una de esas salidas que los profesores programamos y que, generalmente, deben sufragar las familias. Estamos en tiempos de crisis y, seguramente por eso, no era una actividad cara, quizás 10 o 12 euros. Cuando he visto a Rubén acompañado por cuatro o cinco compañeros más le he preguntado qué hacía él en el instituto si sus compañeros estaban fuera realizando otra actividad. Rubén, mostrando su eterna y agradecida sonrisa, me ha respondido, "¡pues por qué va a ser profe! No he ido porque mis padres no tienen pasta para pagarme la salida... es lo que hay", y, al tiempo que me lo decía, se ha encogido de hombros como para zanjar así las explicaciones. Después, Rubén ha seguido andando con sus compañeros por el pasillo comentando con ellos la última hazaña de Cristiano Ronaldo. Rubén tiene razón, es lo que hay y poco puede hacer él para evitarlo. Pero lo que me ha sentado como una patada en el alma es que Rubén, y como él otros muchos, hayan asumido con naturalidad su papel de víctimas. Eso es lo que me reconcome, eso es lo que no puedo aceptar de ninguna manera: la asunción de nuestro papel de víctimas como algo inevitable ante un mundo demasiado poderoso e injusto. Somos víctimas y hemos asumido nuestro papel como algo banal en nuestras vidas. Pero Rubén no se lo merece y deseo con toda mi alma que algún día la vida le compense por su eterna y amable sonrisa.