Cuando conocí a María tenía 13 años. Era una joven bajita, muy delgada y de apariencia frágil, pero no le hacían falta más de dos frases para mostrar una decisión y un aplomo que serían la envidia de cualquiera de nuestros gobernantes. María no se arrugaba ante nadie, fueran más grandes o más fuertes, fueran hombres o mujeres. Para muchos de los que la conocían, aquellas no eran más que demostraciones de mal carácter y es cierto que se topó con más de un problema, pero era una chica de barrio acostumbrada a bregar entre vacilones y mafiosos de poca monta. Por eso y por las condiciones familiares -María vivía con su madre y en casa no entraban más recursos que su humilde sueldo- eran pocos los que le auguraban un futuro prometedor. Pero la misma inteligencia que había llevado a María a protegerse ante los gallitos de barrio con una actitud desafiante, también le ayudaría a saber elegir el camino que más le interesaba. María sorprendió a todos con su decisión de estudiar bachillerato y, aún más, con la brillantez con la que superaba algunas de las materias. Cierto es que el carácter rebelde aún le jugó algunas malas pasadas, pero también es cierto que desmontó todos los augurios negativos y acabó sus estudios de bachillerato, aprobó sin problemas el examen de selectividad y se matriculó en la facultad de derecho de la Universitat de Barcelona. María encontró la oportunidad de adentrarse en un mundo absolutamente diferente al que le había rodeado hasta entonces, y lo hizo a base de esfuerzo y de una aguda inteligencia.
Hace poco más de un mes me encontré con María. Sonreía, como siempre, y, pesar de que ahora ya no es una chiquilla, de lejos sigue manteniendo esa falsa apariencia de fragilidad. Pero, incluso antes de cruzarnos ninguna palabra, ya noté que había cambiado, algo me dijo que María ya no era la chiquilla feliz y segura de dos años atrás. Aquella ya no era la sonrisa despreocupada y algo desafiante con la que se había exhibido durante los años de bachillerato. Pudimos hablar unos minutos, los suficientes para que me explicara cómo se habían derrumbado sus proyectos. La madre de María había perdido su trabajo, sencillamente le dieron una patada acompañada de una indemnización mísera. El paro se había agotado y los pagos y facturas empezaron a acumularse. María no tuvo más remedio que empezar a trabajar. Aún continuaba sonriendo cuando me dijo que había tenido suerte y que había encontrado un trabajo de dependienta en una panadería, nueve horas y seis días a la semana, aunque solo estuviera contratada a media jornada. ¿El sueldo? Escaso, creo que no llegaba a los seiscientos euros, pero era suficiente para aliviar algunas penurias y pagar facturas. La pregunta que ella no quería responder y que yo no quería preguntar era qué había pasado con la carrera de derecho. Por supuesto, fue ella quien la abordó para aliviarme a mí de tener que hacerlo. "Y la facultad, pues sencillamente lo he dejado. No creo que la hagan desaparecer y yo siempre podré volver en algún momento. Ahora toca lo que toca y no me planteo nada más".
Estos días he oído a Rajoy, Cospedal, Hernando, Floriano y Pons en un montaje audiovisual propagandístico. Ellos mismos dicen que están encantados y que creen que hay que ponerle piel a sus logros, que ése ha sido un grave error. Bien, no sé si querrán ponerle la piel de María a sus logros. Y de verdad que no estaría mal que lo hicieran porque igual, si lo intentan, hasta descubren sus propias miserias.