Revista Cultura y Ocio
I .- Del perro
En algún lugar de la América Latina de hace pocos años, sucedió algo no muy frecuente: todos los medios informativos de la región se lanzaron a la condena de una instalación durante cierta feria de arte contemporáneo. No faltaba provocación: con una cuerda a la pared de un museo, un perro de calle sería expuesto vivo y sin probar bocado hasta que muriera de inanición.
Los asistentes, de predominantes clases altas, críticos, marchantes de arte, galeristas y funcionarios culturales, aunque también estudiantes y espectadores de a pie pasaron pronto del estupor al desprecio por tan estremecedor y posmoderno experimento. La indignación alcanzó a los grandes medios, por donde corrieron como virus las fotografías y videos del desafortunado animal, condenado a la pena capital en nombre de las vanguardias.
Alguien entrevistó al instalador de la pieza, quien describió con calma el discurso que lo animaba; “la instalación”, explicó, “no es tanto el can moribundo sino las reacciones que se generen en torno al hecho. Las personas que se rasguen las vestiduras por verlo aquí son exactamente las mismas personas que cada día evaden mirar a los diez o quince perros callejeros con los que se topan y que tienen el mismo destino que éste de aquí. Son las mismas personas que voltean la mirada para no reparar en el niño que limpia vidrios o el jovencito inhalando aguarrás en la banqueta. Las personas que escupen en mi trabajo son las mismas que acudirían tranquilamente a un desfile de modas donde esas bellísimas modelos parecen ser el extremo opuesto de este perro, pero que revelan una misma realidad: una industria de altos vuelos que comercia con su resistencia al hambre. Lo que a estas personas les molesta es que la crudeza del mundo, la muerte crónica y la miseria irrumpan en medio de un templo de élite como el arte contemporáneo.”
En el centro de la disputa, entre la provocación frontal del creador y el escándalo ético de su público, se ha colado un verbo sin que nadie parezca notarlo: Mirar. Y si me lo preguntan a mi, lo que se debate en el seno mismo de este “asunto del perro” es eso, precisamente: nuestra capacidad de mirar y de reconocer aquello que miramos.
No es común que miremos directamente al mundo. Conforme aumenta nuestro consumo de fotografías, video, redes, medios informativos, radio o televisión, nuestro campo de experiencia directa se reduce. Mientras se aceleran los ritmos de la información que recibimos, se acorta drásticamente el tiempo del que disponemos para procesar, asimilar y personalizar a consciencia esa información. Saber más, entender menos.
El licuado de estímulos que cualquier persona recibe a diario orilla a acelerar lo cotidiano y lo íntimo a ese mismo ritmo; al caminar por una ciudad, reparamos únicamente en aquello que estamos predispuestos a mirar, arrojando fuera del campo de atención todo aquello que no cumpla con una función determinada e inmediata, lo que significa, más o menos, que dejamos de observar las nubes cuando llegó el Minuto a minuto del Servicio Meteorológico Nacional.
He ahí el verdadero centro, a mi juicio, del escándalo del perro-instalación: casi nadie elegiría mirar a un perro desahuciado cuando éste se encuentra en la banqueta, en la carretera o en un camellón. Pero si ese mismo perro es trasladado a un museo de vanguardias, Troya arde, cae, se levanta y vuelve a arder. En un ambiente pulcro y templado, la evidencia más cruda de la muerte resulta una nota tan disonante que obliga a mirar. Y la indignación de los asistentes seguramente se debía más a esta inesperada coerción moral que a una compasión sincera y profunda por el animal, que en paz descanse.
II.- De Chejov
“La fotografía es una forma de mirar, no la mirada misma”, escribe Susan Sontag en una de sus largas caminatas por lo visual. Siguiendo el razonamiento, podemos afirmar que todo testimonio registrado, desde los creativos hasta los meramente técnicos no es más que una mirada sobre el mundo que tiende –no sin peligro– a ser confundido con el mundo mismo, incluso pasando por alto la experiencia directa; mi abuelo, por ejemplo, llegó a dudar seriamente de la veracidad de sus recuerdos de juventud cuando, décadas después, se aficionó a ver documentales sobre el mismo periodo que le contaban aquello que él mismo recordaba de otra forma, pero que se defendían ante él con el escudo de las imágenes.
Ese fenómeno tiene varias caras, incluso varias muy estimulantes. Pienso ahora en la literatura, que no actúa bajo mecanismos tan distintos. Imaginemos que la Rusia real de finales del XIX no se pareciera en mucho a la que describe Anton Chejov. Sin embargo esa Rusia, la del Jardín de los cerezos ó Tío Vanka es hoy, para nosotros, más real, cercana y palpable que la más exhaustiva y documentada descripción histórica. No es esto porque una u otra cosa sea más falsa o menos confiable sino porque expresan un tipo diferente de verdad; la de Chejov no aspira a construir un testimonio directo , sino a compartir una mirada, una forma de mirar el mundo. Si seguimos leyéndolo como a un contemporáneo es porque esa mirada sigue siendo útil e incluso necesaria para entender el mundo que hoy habitamos, aunque su cascarón sea diferente al de 120 años atrás.
Tal vez no haya lengua que no haya absorbido y fabricado ciertos adjetivos que describen, en un puñado de letras, la mirada condensada de toda una vida entregada a la observación del mundo. Se habla de poblados faulknereanos,situaciones kafkianas, parajes rulfianos o episodios dantescos con la seguridad de que nuestro entendimiento del mundo sería el mismo sin que Faulkner, Kafka, Rulfo o Dante hubieran escrito nada. Nadie parece reparar en que lo que hemos habitado todo este tiempo no ha sido nada más que una serie invisible de miradas, el aprendizaje silencioso de mirar.
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