Despedido en el día de su jubilación, tras treinta y seis años de servicio, con un ramo de flores y un aplauso que en cierto modo tratan de sonsacar un gesto desenfadado a un hombre tímido y se diría que casto, siempre impecable, la vida va a ofrecer pocos alicientes ya al Sr. Ze María.
A sus años, en posición modestamente desahogada, atendido por su fiel criada, en su silenciosa casa toda llena de luz - pero llena de plantas de interior hasta el porche mismo -, en un barrio de las afueras, donde cada mañana paraba el tranvía que lo conducía al trabajo, enjuto y solo, las aventuras ya debieron vivirse todas.
No frecuenta amigos ni tiene aficiones. La radio le aburre, el periódico no dice nada.
Lo convencen para ir a un club para "recuperar el tiempo perdido". Acaba pagando las copas.
Le falta su rutina perfeccionada y puntual de cada día y no sabe dónde parar ni qué hacer. Su criada lo encuentra neurasténico y él así empieza a creerlo.
Se le ocurre entonces visitar su pueblo natal, perdido en el interior, muy lejos de la bulliciosa Río, donde una vez, siendo aún un muchacho, quiso y perdió a Duília, que ya hacía días que había estado apareciendo en sus sueños.
Un viaje adonde aún le queda algo por hacer, al pasado, que no se ha convertido en nostalgia como plácidamente pensaba y aún... vive.
Es probable que no podamos conocer bien al argentino Carlos Hugo Christensen hasta haber podido ver la última película de su filmografía.
Desde los lejanos años 40 hasta alcanzar incluso los 90, docenas de films, de experiencias y un puñado de países después, todo lo reunido, en condiciones casi siempre no muy buenas, mal de sonido las más de las veces, habla de un cineasta de fuste.
"El canto del cisne", "El ángel desnudo", "16 años", "La Balandra Isabel llegó esta tarde", "Si muero antes de despertar", "Armiño negro", "El demonio es un ángel", "O menino e o vento", la muy audaz "A intrusa" (¿la mejor adaptación de Borges nunca hecha?) o la película que introduce este texto, "Viagem aos seios de Duília", por citar las que me parecen mejores de las 19 vistas, filmadas en Argentina, en Venezuela, Chile o Brasil. Pocos cineastas sudamericanos tan apasionantes.
Ni clásico ni moderno, ni afrancesado ni americanizado, sin tener esa capacidad de aclimatación de su compatriota Hugo Fregonese o (se diría que camaleónica) del brasileño Alberto Cavalcanti a los usos y costumbres cinematográficos de los países que le dieron trabajo, Christensen no parecía tener más patria ni credo que el de una buena historia.
Historias, como las más atractivas de Manuel Mur Oti, suspendidas en el tiempo, con aire de cuento o leyenda, historias lindando con el género fantástico o el de misterio en muchas ocasiones, a menudo románticas, intercambiables de ciudad o de siglo sin grandes dificultades.
Precisamente en Brasil, donde murió en 1999 y donde trabajó toda la parte final de su carrera, parece que es donde más libre fue y donde pueden estar las mayores sorpresas de su obra, ocultas probablemente entre algunas concesiones o proyectos menos personales.
Esta "Viagem aos seios de Duília" de 1964 es por ahora mi favorita de cuantas he podido ver, un melodrama perfecto en una filmografía abundante en guiones imaginativos, originales, construídos siempre desde la buena pluma.
Desprende "Viagem aos seios de Duília" un enorme desamparo por el paso del tiempo, una cuestión recurrente en su cine, que muda caprichosamente los
recuerdos del subconsciente al más vívido presente cuando más vacía se
queda la vida y está contada con esa calma expositiva que casi parece querer evitar llegar a sus últimos minutos a toda costa, alargando la reverberación de cada encuadre, a sabiendas de la importancia de llegar a los momentos importantes bien entera.
Lo más admirable del film es su ritmo, sobre todo porque no está trastocado.
Cuando él recorre en toda la primera hora de la película las calles, esas mañanas o esas noches que antes ocupaba en la oficina o descansando, el film no adopta su anquilosado punto de vista pero tampoco fuerza los acontecimientos para acentuar o subrayar su inadaptación. Nada especial ni agresivo ni indescifrable para él ocurre, simplemente aquel lugar, que es donde ha vivido, no es su sitio. Su casa lo es y su mesa de trabajo lo era, tal vez los lánguidos domingos, que no son de nadie, también.
Cuando llega toda la parte final del viaje, - que sería por sí misma, sin saber nada de lo acontecido antes, un cortometraje absolutamente autónomo -, el regreso a un lugar tan pobre que permanece inalterado, no sólo en su memoria, cuarenta años después - y como ocurre en tantos westerns donde el protagonista regresa donde alguna vez perteneció -, el paisaje, la música, los ruídos, casi parece que de repente se acompasan a su caminar, empiezan a parecer familiares, como si le dieran una bienvenida.
Pero no será su última sensación.