Estudiar es difícil. Así de claro. Lamento tener que decirlo así, con todas las letras, a estas horas, con el frío que cayó de madrugada. Y así, sin más, como una losa, se lo he dicho a varios alumnos esta mañana.
Estudiar es difícil.
Que no imposible: seamos claros. Estudiar, el mismísimo acto de estudiar: ser consciente de lo que hay, sentarse, tener el material delante -desde el libro, los apuntes, los folios, el estuche, hasta la última punta de lápiz afilada- es difícil. Complicado, vaya.
Llevo varios días meditando esto, desde que una lectora me comentó el problema que tiene con su hijo, antiguo alumno mío, trabajador porque su familia así lo ha criado y educado, pero que ahora se ve en la cuestión de elegir -o no- hacer Bachillerato. Estudiar supone, a día de hoy, dificultades, pues no se lleva, no mola nada, se ríen de ti si eres de los raritos que entregas las tareas de Navidad a tiempo -dolorosa anécdota que me decía una familia del colegio hace unos días.
Como bien dicen estas familias, es que no es justo lo de estudiar, porque los que no lo hacen, viven mejor; entiéndase: los adolescentes que no estudian y calientan silla, como mi alumno del fondo a la derecha, viven muy bien. Tienen una casa domótica: todo hecho, comida preparada, ropa siempre limpia y dispuesta, caprichos a la orden del día, regalos de Navidad... Pero lo que no, los que quieren cumplir con la única obligación que tienen, su único trabajo, tienen una dura vida: ser organizados, escuchar los consejos y recriminaciones de sus padres, llevar al día las tareas, caprichos contados hasta que se vea el boletín de notas, salidas puntuales con los amigos los fines de semana... Y, además, pagan en clase los caprichos del resto, que no quieren estar en clase, a los que el sistema (des)educativo actual obliga a estar entre cuatro paredes y muchos libros, en vez de aprendiendo un oficio. Ya he hablado aquí de que estos alumnos me parecen, con frecuencia, problemas medioambientales...
Estudiar es difícil porque eso supone no ver los frutos inmediatos del mucho esfuerzo que se pone. Implica saber qué es lo que quieres y a dónde quieres llegar. Y recordar, casi cada día, que la satisfacción por lograr sacar adelante lo que cuesta, merece la pena. Que no se es peor persona por gustar y degustar un libro. Estudiar, por fin, pide tener al día el afán de superación personal, la curiosidad, la autoestima alta porque se sabe que los objetivos se cumplirán a largo plazo. Y claro, esto no es el juego de la Play del hijo de mi vecino de al lado: esto es complicado, una tarea que lleva su tiempo porque no se mide por bonus de salud, sino por hitos superados, por cada uno de los días en los que el hijo de mi lectora hace oídos sordos al estrépito de la vida cómoda de sus compañeros no- estudiantes.
Yo es que creo que igual habría que empezar a pedir a las familias de estos adolescentes que devolvieran al Estado el dinero que se ha invertido en sus hijos.
- Oiga, nos debe 6214 euros de ná.
- ¿Eh?
- Pues eso, que hemos recibido aquí en Hacienda el informe anual de notas y comportamiento de su hijo, y como no ha aprovechado el curso, pues eso.
- ¿Pero qué está diciendo? Usted no se atreva a meterse con mi hijo, ¿eh?
- No, si yo sólo leo datos objetivos. Nos consta la compra, además, de doce juegos de la Play tras el boletín de notas de diciembre, el gasto de luz correspondiente al juego de la consola hasta altas horas de la madrugada y la ausencia de libros en su casa a lo largo de los últimos doce meses. Y claro, esto no puede seguir así.
- Usted está loco.
- Por no nombrar las faltas de respeto familiares a los profesores en este curso. Mire, mire, aquí está todo, ¿ve? Con sello y membrete oficial. Con estos datos, desde la Inspección se ha dictaminado que el gasto público en la educación de su hijo ha caído en saco roto y debe devolver los 6214 euros que ha costado el puesto escolar del mismo.
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