¡Por las regiones serenas, está escrito en las páginas transparentes del aire:
¡Quién siembre el bien, recogerá el bien! ¡Porque toda cosa vuelve a su origen!
Las mil y una noches
He llegado a saber (pero Alá es mucho más sabio), que en un albergue para niños desamparados, se celebraba en la antigüedad del tiempo, una fiesta para despedir a una de las mujeres que trabajaban allí. Miriam era el nombre de dicha trabajadora. Y era, de entre todas, la más dotada de generosidad, amabilidad, finura y belleza.
Se habían reunido todos en el comedor y entre risas y gritos, la chiquillería daba buena cuenta de las viandas y manjares que Alá (bendito sea su santo nombre) había tenido a bien que se sirvieran. En ninguna mesa faltaba el acompañante cuscús, el sabroso cordero, las refrescantes jarras de aguamiel, frutas en sazón y melosos dulces.
Tanta era la alegría y el jolgorio, que olvidaron por un momento que no estaban todos. Ibrahim, un niño de ocho años, se encontraba solo en unas habitaciones del cuarto piso dedicadas a enfermería, pues justo ese día se había levantado con fiebres altas y dolor en las articulaciones. Lo que vulgarmente se conocía como una gripe. Se le había ingresado en la enfermería para evitar que contagiara a sus hermanos en la caridad.
Al oír la algarabía que reinaba en el comedor, Ibrahim se estiró sobre el alféizar de la ventana para intentar ver lo que estaba sucediendo abajo. A que era debido tal guirigay. Pero quiso Alá (alabado sea por siempre) que uno de los bellos azulejos que recubrían dicho alféizar estuviera suelto, de modo que el pobre niño, al apoyar su cuerpo en él, se precipitó al vacío desde esa gran altura.
En el comedor, mientras tanto, Miriam se acordó de repente de Ibrahim y había preparado una bandeja con distintos manjares para subirlos a la enfermería. En ese instante oyó el grito que lanzó Ibrahim al caer al vacío y echando la bandeja por los aires, corrió hacia el patio mientras lanzaba la siguiente plegaria: Alá, tú que eres el dueño de todas la vidas, escucha a ésta tu humilde sierva. No permitas que le pase nada a Ibrahim, pero si tu voluntad es que vaya hoy junto a ti, llévame a mí también. Ya sé que no soy digna, pero es grande tu magnanimidad. Cuando llegó al lugar donde Ibrahim había caído, se encontró a éste de pie, algo desorientado, pero intacto. Por lo que el resto del día lo dedicaron a dar gracias a Alá y a cantar sus alabanzas.
Y he llegado a saber (pero Alá es más poderoso), que pasado los años, muchos años, Miriam, ya muy anciana, falleció en la paz de Alá (bendito sea su santo nombre). En ese mismo momento y a muchos kilómetros de allí, Ibrahim que se había convertido en un afamado alarife, revisando una edificación que dirigía, cayó desde el cuarto piso y su último suspiro coincidió con el de Miriam.