Las deficientes condiciones de conservación y la pérdida de una bobina hacia los dos tercios del metraje que afectan a "Unseen forces", no son, no pueden ser argumentos para arrinconar a una de las más bellas obras silentes de 1920 y, quizá, el primer gran film de Sidney A. Franklin.
Los que hayan visto una porción suficiente de la obra posterior de este cineasta, la recuerden con aprecio y hasta la hayan conectado con la de otros, de alguna manera, afines, como Frank Borzage, John S. Robertson, William C. Demille, Tod Browning o Henry King, imagino que serán más proclives a aceptar los fastidiosos achaques que, incluso restaurada, aún la perjudican y seguirán haciéndolo al menos hasta que circule la copia completa aparecida en los archivos de la Filmoteca de Nueva Zelanda.
De todas formas, imaginar el rollo que falta o quitar importancia a las quemaduras del negativo, son problemas menores casi cien años después - qué extraño se hace contar ya el olvido de películas por siglos - porque es la determinación de un film como este lo que puede resultar inaceptable o increíble. Si en su día - y contemplándola en perfectas condiciones -, el espectador de entonces arqueaba la ceja o se sumía en el escepticismo ante sus elementos sobrenaturales, el de hoy lo haría ante su rectitud moral.
No basta, no obstante, ni antes ni ahora, con no creer en percepciones sensoriales para hacer de menos al film, debe carecerse o haberse perdido también la confianza en la justicia, en la capacidad para rectificar, en el amor... incluso en la posibilidad de que el azar brinde oportunidades y suerte.
En efecto, estando Franklin dispuesto a aceptar lo fantástico, lo que rige el pensamiento por encima o al mismo tiempo de lo tangible - una actitud llamativamente común en estas primeras décadas de la historia del cine, como es lógico, pródigas en románticos -, filma con tal fe en las posibilidades del cine para plasmar lo inexplicable, que no hace distinciones entre clarividencias y redenciones, fantasmas y redivivos y ni el paso del tiempo, ni ningún vicio del carácter, ni nada es capaz de doblegar la pureza o la verdad.
De casualidades, obcecaciones más allá de lo racional, rarezas, desgracias absurdas y milagros, está el melodrama lleno y lucen al fondo de las comedias que estos directores hicieron, algo así como si tocaran una melodía en octavas agudas que se percibe compuesta en otras más graves.
Los temores frente a los deseos, de los que hablaba Mourlet.
Pocas diferencias verdaderas entre la febril y emocionante "Smilin' through", autoremake en 1932 de su propia obra de 1922 y que conocería una tercera versión a cargo de uno de los antes mencionados (Frank Borzage, en 1941, la más conocida de todas) y la jovial "Private lives", su extraordinaria alta comedia de 1931.
Un secreto, quizá de los menos importantes, es que si, de repente, todos los elementos catalizadores pero estructurales del film (un abrazo, un baile a ciegas, unos niños desaparecidos, otra niña que no llegó a vivir) desaparecieran, si "Unseen forces" en definitiva se librase del suspense, de las dilaciones y de los desvíos provocados por ellos, tendría el mismo tono, viajaría a la misma velocidad, llegaría al mismo destino, dejaría el mismo poso y completaría una misma idea.
Esto se refleja de forma particularmente brillante en aquellos meandros "innecesarios" que la jalonan, como el episodio africano, dado en solo tres planos, o la proyección de la boda de Clyde y Winifred, momentos que aunque sucedan en otra unidad de lugar o pertenezcan al pasado, quedan impregnados, apenas introduciendo para ello una rima (Clyde ensimismado, tiempo después de haber decidido olvidar; el díscolo Crane interponiéndose torpemente delante de la cámara mientras acontece el beso nupcial) de la tensión y reclamando de la misma manera la atención del espectador.