No sé si mis historias complacerán a la reina de las letras. Dicen que no hace caso a los novatos, que su memoria abarca siglos de versos y que entre sus neuronas quedaron atrapados los intelectuales más perfeccionistas, los escritores más osados. Su reinado es codiciado por artistas y sabios, envidiado por falsos poetas, ambicionado por todos aquéllos que aman y cultivan las palabras como la máxima expresión de un sentimiento o de un recuerdo que teme morir olvidado si no es expresado por escrito, inmortalizado en papel, comprendido por unas pupilas irisadas, devorado a través de la piel.
Los privilegiados que han visto de cerca su rostro temen perderse en las sílabas que se escapan de sus labios, en los inaccesibles vocablos, en las expresiones nunca antes escuchadas, en estructuradas frases y decadentes acentos, en la trampa de una prosa formalista y lejana hasta para un erudito que ha gozado de reconocimientos y prestigio. Aún me queda mucho camino, me pierdo entre las letras que descuelgan las nubes y trato de no quedar presa entre las garras de un diccionario sin significados ni esencia. A once pasos de la reina de las letras, quizá a cincuenta, quién sabe, la distancia es por ahora relativa, un punto de partida, una forma de conectarme a la vida de una reina impoluta. Quisiera que ella leyera lo que escribo, valorara mis palabras y hasta mis vacíos. Si desaprueba lo que hago no me quedará más remedio que volver sobre mis pasos. Dicen que no hace caso a los novatos pero yo por si acaso sigo con mis historias, sin hacer caso a las malas lenguas ni al desquiciante toque de queda. Esperando encontrarme con la reina de las letras, anhelando algún día, por qué no, poder competir con ella.