No tuve oportunidad de conocer personalmente a Juan Benet aunque algunos de los amigos que frecuenté a lo largo de la década de los ochenta y principios de los noventa lo conocían bien y podían habérmelo presentado. Cuando murió, lo lamenté profundamente. Por su talla literaria, por su sólido y riguroso bagaje intelectual y por su actitud un punto provocadora en la polémica, fuera literaria, política o filosófica. Llegué a su obra casi por casualidad. Fue a finales de los años setenta, cuando ya había leído las novelas más emblemáticas de sus compañeros de generación como Juan Marsé, Carmen Martín Gaite, Juan y Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o del gran olvidado Jesús Fernández Santos, autor de Los bravos, el gran libro de cuentos, junto con El corazón y otros frutos amargos, de Aldecoa, de esa etapa. También después de haber leído Tiempo de silencio, la novela en la que el canon suele situar el comienzo de la renovación estética de la narrativa social en la España de los 60, algo que Benet nunca llegó a aceptar pese a la amistad que mantuvo con el escritor navarro. La mía fue, por ello, una lectura tardía.
¿Por qué ese retraso en la lectura de Benet? Aunque nunca me ha planteado buscar las razones auténticas, hoy, con la perspectiva que aporta el paso del tiempo, sí podría acercarme a ellas. O, al menos, a una que creo me parece esencial: influyó, con toda seguridad, el fondo de soberbia con que solía opinar de la realidad literaria de nuestro país. Esa percepción se afianzó con la lectura, en Cuadernos para el Diálogo, de la polémica que mantuvo con Isaac Montero a propósito del compromiso del escritor en la propia obra. Al tono de autosuficiencia se añadió el desdén con que valoraba la novela crítica, el realismo social. El tono y el enfoque, en unos años en los que todavía estaba actuando la dictadura, me parecieron una forma de eludir el conflicto sociopolítico, de minusvalorar el riesgo que habían asumido no pocos escritores (desde Armando López Salinas o Juan Marsé hasta el propio Isaac Montero o los narradores exiliados) escribiendo novelas y cuentos con el objetivo de cambiar el mundo, de resquebrajar el franquismo.
Edición en bolsillo de 1974,
hoy inencontrable.
Sin embargo, mi opinión cambió cuando me enfrenté a su obra. Empecé por Volverás a Región. Era otra literatura, alejada de los modelos de literatura social a os que estábamos acostumbrados. Me sedujo el mundo en claroscuro que describía, el territorio mítico en que se constituía Región, un lugar sombrío, cruzado por los fantasmas de la Guerra Civil y como desgajado del tiempo. Era una geografía con pueblos perdidos (Macerta, el valle del Torce, Bocentellas... qué hermosos nombres), con trenes con destino incierto, con estaciones abandonadas, en las que apenas se detenía algún convoy inesperado, una geografía sometida a la mirada de un extraño guarda forestal, un ser omnipresente e invisible a la vez, una amenaza sin forma. La naturaleza casi nocturna, los riscos, los caminos borrosos, los hombres y las mujeres viviendo, desde el hondón del drama de la guerra, una realidad desesperanzada, la incertidumbre pesando como una inmensa losa sobre todos. Todo ello conformaba el mundo de Región.y ofrecía al lector, en la España de finales de los años sesenta, un escenario extraño, duro, pero brutalmente vinculado con los fantasmas que, casi adolescente, recordaba haber vivido en mi familia (y en las familias de mis amigos). Curiosamente, Juan Benet, que desdeñaba la narrativa del compromiso, ha escrito una de las novelas más estremecedoras, más cercanas a la médula de las contradicciones vividas en nuestra guerra civil y más enraizadas en el núcleo duro de nuestra memoria histórica.
Un mundo (aunque vivo) detenido en un tiempo dramático, como si contuviera un espejo en el que nuestra sociedad, las distintas generaciones que la componen, han de mirarse siempre. Una realidad misteriosa y viva. Una naturaleza dura, extrema, que Juan Benet metabolizó a lo largo de los años (en las décadas de los 50 y 60) en que, como ingeniero de caminos, dirigió la construcción de presas al norte de León, en zonas limítrofes con Asturias. Todo eso me fascinó de Región. Y todo eso volví a encontrarlo en El aire de un crimen, en Una meditación (novela que leí trabajosamente), en una de sus últimas obras, En la penumbra y, de manera muy especial y casi absorbente, en dos cuentos estremecedores, Numa y Una tumba, dos cuentos cuya mero recuerdo me devuelve viejos aromas de hojarasca, de bosques invernales, y en la hexalogía Herrumbrosas lanzas, una auténtica epopeya sobre la guerra, en la que las estrategias militares se mezclan con las pasiones más oscuras y perversas y con los sentimientos más nobles y justos y en la que Región cobra una densidad y una textura envolventes. Con ese mundo en claroscuro he vuelto a conectar en estos días al hilo de la lectura de los relatos inéditos que Tusquets acaba de publicar bajo el título Variaciones sobre un tema romántico. especialmente en la cuarta variación, titulada La hostería. Es un texto breve pero con una gran intensidad: ésta se deriva de la atmósfera regionata que lo invade de principio a fin. He subrayado un fragmento que no sitúa en el misterio de Región:
"Por otra parte el hostal se hallaba desierto y un teléfono de manivela colgado de la pared detrás del mostrador de recepción tan sólo respondía a sus insistentes llamadas con un indiferente zumbido de caracola, a veces salpicado de extrañas y lejanas voces inconexas que ni siquiera cabía interpretar como residuos de conversaciones perdidas por el éter, sino, acaso, como extremados suspiros de almas en pena desperdigadas por la montaña que el alambre recogería a su paso por lugares siniestrados".
Cierto que Benet fue también Otoño en Madrid hacia 1950, una pequeña joya cuya lectura recomiendo en la que, frente a la influencia de Faulkner del conjunto de su obra,se proyecta la sombra de Baroja, pero el Benet que hice mío, al que releo de vez en cuando, es el Benet que habita Región. Esta pasión por su literatura, no contradictoria con mis devociones por otros narradores del 50, no se prolongó, sin embargo, con sus "discípulos". Alejandro Gándara, Javier Marías o Vicente Molina Foix, sus tres seguidores más reconocidos nunca alcanzaron la profundidad y la solidez del más faulkneriano de nuestros narradores. Es más: tengo para mí que hicieron una lectura parcial de sus novelas (y dudo que una obra como Herrumbrosas lanzas fuera leída en su integridad por ellos). Su lectura es esencialmente estética, como réplica a lo que ellos llamaron costumbrismo, no en su proteína, en su condición de indagación en las zonas oscuras de nuestra memoria colectiva, de los espacios irracionales de una contienda todavía viva en nuestras conciencias. .
Paisaje en los montes de la Puebla de la Sierra.
He de confesar que la lectura de Volverás a Región me produjo un impacto similar al que, diez o doce años después, experimenté con la La piel del lobo del austriaco Hans Lebert. Un impacto que tuvo mucho que ver con el protagonismo que en ambas novelas juega la naturaleza como demiurgo que actúa de modo misterioso sobre el comportamiento de hombres y mujeres. Esa naturaleza, que Benet absorbió (y, añado, de la que se enamoró) mientras trabajaba en la construcción del pantano de Porma en la provincia de León entre 1962 y 1964, ha pasado a formar parte de mi personal mitología. Digo más: los parajes que en el límite nordeste de Madrid, entre Montejo de la Sierra y la Puebla y, más allá, hacia la sierra de la Tejera Negra, tienen similitudes muy notables con la Región descrita por Benet. En esas tierras casi deshabitadas todavía se respira el aire de una posguerra no acabada. Tal vez por ello, formaron parte de una de mis novelas más extrañas, La mujer muerta. Cerbal, Brezo, Fresneda no sólo son hijas de mi presencia asidua desde el final de mi adolescencia en los pueblos abandonados de esa sierra: son, también, deudores del mundo narrativo de Benet, de un territorio al que nos invita a entrar del siguiente modo al comienzo de su Volverás a Región:
"Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real --porque el moderno dejó de serlo-- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.// Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas."