Se nos ha hecho tan familiar la idea de que la sociedad esté políticamente organizada en partidos que luchan entre sí para alcanzar el poder que hemos llegado a pensar que esta es la forma natural de administrarse toda sociedad. Pero no siempre fue así. Sí que han existido, evidentemente, grupos combatientes en las sociedades que han tratado de conducirlas hacia uno u otro objetivo. La lucha decantaba cuál de los grupos se alzaba con la preeminencia y era el victorioso el que decidía el plan que iba a llevarse adelante. Pero tanto la victoria como la derrota conducían al mismo efecto: “Disuelven el grupo combatiente, y con él, el grupo contrincante. Suprimidos ambos, la lucha se desvanece también y la sociedad retorna a la convivencia pacífica y unitaria. A nadie se le ocurre perpetuar los grupos hostiles ni el temple mismo de hostilidad después de la victoria o la derrota”. La contienda permanente solo llegaba a acontecer entre sociedades diferentes.

El siglo XIX fue matriz de muchas cosas encomiables, pero también de otras muchas decididamente desastrosas. Entre estas últimas, el triunfo de una interpretación de la vida social según la cual le es esencial el combate entre las partes de las que la sociedad se compone. Y así, aquellas agrupaciones coyunturales que en otro tiempo se disputaban la preeminencia de una política u otra, pasaron a constituirse en “partidos”, en el sentido moderno del término, agrupaciones permanentes de combate dentro de la misma sociedad. Hasta tal punto se acabó considerando el combate dentro de la sociedad como algo esencial a ella que los motivos de ese combate dejaron incluso de ser lo prioritario y esencial. Lo que importaba era la lucha partidista, y se entendía que los motivos, si parecían en algún momento no existir, ya llegarían. “Se quiere que la sociedad esté normalmente escindida en grupos, haya o no pretexto para ello. Cuando no lo hay, se inventa. Es preciso nutrir al partido refrescando su programa bélico. Se considera que la lucha es la forma esencial de la convivencia entre hombres”. Mientras que las luchas intestinas, sin duda frecuentes, se habían considerado hasta entonces una desdicha y, por tanto, un hecho anómalo y accidental, puesto que prevalecía el sentido unitario de la sociedad, pasan ahora, a partir del siglo XIX, a ser entendidas como algo consustancial a esta. “La sociedad será en su propia esencia lucha y nada más que lucha. Convivir es pelear—franca o artificiosamente”.
Viniendo a confluir con este movimiento partidista que desbarataba la idea de comunidad como algo unitario, y quizá respondiendo a una misma raíz desmoralizadora, apareció, por las mismas fechas, otra idea complementaria, la de que no existe una verdad trascendente a cada individuo que merezca ser defendida, sino solo particulares intereses que se revisten de una epidermis argumentativa para ser así dignificados, pero de la que está ausente cualquier sustento objetivo. “Napoleón creó el vocablo para denominar ese pensar falso cuando llamó a sus enemigos, despectivamente, ideólogos. Desde entonces una ideología significó el conjunto de ideas inventadas por un grupo de hombres para ocultar bajo ellas sus intereses, disfrazando éstos con imágenes nobles y perfectos razonamientos”. Más tarde apareció Carlos Marx para dar una mayor sistematización a esta idea, conjuntándola con la de que a una sociedad le es esencial la división entre grupos combatientes. La sociedad está dividida en clases que luchan entre sí para defender cada una sus propios intereses, económicos en última instancia, frente a los de la contraria. Cada clase social tiene una forma de pensar que no se ha construido en aras a la búsqueda de la verdad –la cual hay que desechar por inexistente–, sino como superestructura ideológica con la que quedan camuflados aquellos intereses. El individuo, al pensar, al razonar, no está realizando un acto libre y motivado por la aspiración de comprender su mundo, solamente está reflejando sus intereses de clase. En suma, se concluye que “toda idea es partidista”. No existe, se dice, ninguna verdad objetiva, trascendente, que unos y otros podamos compartir, ni una idea de justicia que se eleve por encima del interés particular, todo el mundo va a lo suyo, individual o colectivamente, y lo demás es camuflaje (superestructura ideológica, según la terminología marxista).
De forma paralela, la realidad, en cuanto que escenario en el que desarrollar la vida sentido como algo objetivo y asimismo compartido por el conjunto de los individuos, fue desapareciendo. De manera que “los psicólogos de entonces intentaban convencernos de que la percepción del mundo exterior consistía en una alucinación consuetudinaria”. Siguiendo esta estela, cada cual pasa a construirse su propio mundo y a alojar en él sus particulares gustos y valoraciones, dejando poco a poco de sentirse comprometido con lo que las instituciones colectivas representen.Aparece, pues, a la vista el destino final de este movimiento desmoralizador, en donde el individuo es plenamente soberano y la realidad una simple emanación de su subjetividad, hasta el punto en que hoy ya cada cual puede decidir, más allá de las (consideradas como inexistentes) verdades objetivas, incluidas las biológicas o las históricas, si, por ejemplo, es hombre o mujer, o si pertenece a una nación o puede inventarse otra alternativa más a su gusto o congruente con su emotividad, o si una Guerra de Sucesión puede caprichosamente pasar a ser Guerra de Secesión. Los que han llegado hasta el extremo –esos que Ortega llamará hombres-masa–, viven en Matrix, dentro de una ensoñación en la que nada de ellos está puesto al servicio de algo que les trascienda, de algo a lo que incluso supeditar su personal interés o su particular apetencia. Nuestra circunstancia se diluye y, a falta de la resistencia que ella intrínsecamente supone, nuestro yo –es decir, la contrapartida de esa circunstancia, el esfuerzo que supone la realización de nuestro proyecto de vida frente a esa resistencia– pierde autenticidad, trata de sobrevolar por encima de su destino y, concluye Ortega, se convierte en receptáculo de toda perversión. Juntemos esta dinámica desmoralizadora con los aciagos sesgos que proceden del carácter español, que, en resumen, para Ortega se derivan de nuestra acusada propensión a dejarnos llevar por los estímulos inmediatos. Por ejemplo, va Marlaska un día y es un buen juez, pero viene otro día y le ofrecen ser ministro si se convierte en un ser despreciable, y acepta el cambio. O va Borrell y un día escribe un documentado libro sobre la catástrofe económica que supondría la separación de Cataluña y otro día le dan un cargo relevante dentro del partido que pactará con los golpistas separatistas y se pone a defender los nuevos principios. O van Alfonso Guerra y Felipe González y, mientras son gobernantes o cargos relevantes de su partido llevan a este y a la nación hacia la catástrofe en la que hoy estamos inmersos y, una vez que se jubilan, se convierten en unos adalides de la lucha contra aquello que ellos contribuyeron decisivamente a promover. Esa capacidad para ser hoy de una manera, principios incluidos, y mañana de otra sería, según Ortega, una destacada peculiaridad del carácter español, es decir, una acusada expresión, diríamos también, de aquella propensión generada por la posmodernidad según la cual, como la verdad no existe y la realidad es lo que cada individuo interprete que es, pues vayamos a lo nuestro y defendamos nuestros particulares e inmediatos intereses. Y el resultado final es… ¡voilá!, el jefe de los bolivarianos o su señora de vicepresidente y a las instituciones y a la ley (que representan modos estables, y por tanto desacreditados, de ser), que las echen a los leones.
