Mariposa Vanessa atalanta: solo sus hijos verán la Tierra Prometida
Cuando no conocemos los motivos de un comportamiento animal nos queda el recurso de atribuirlo a algún oscuro instinto. Pero rebosan por los bordes de esta explicación, además de lo que se deduce de los anteriores ejemplos, las penurias que algunos animales atraviesan para llegar a destinos que no encajan con ninguna utilidad, o ese afán de trashumar que, cuenta Ortega, provoca un desasosiego superlativo en el ave que, en vísperas de que, a una señal desconocida, empiece la migración, se encuentra prisionera en una jaula.
“Le pasa algo grave y no sabe lo que le pasa, como si fuese un hombre”. Algo así, se nos ocurre pensar, como si a un judío le hubiese mantenido el faraón prisionero la víspera de que Moisés comenzase con su pueblo la travesía hacia la Tierra Prometida. En fin, que “por debajo de todas las explicaciones mecánicas o de utilitarismo superficial opera, sin duda posible, en el uso migratorio, algo profundamente radicado en el organismo del ave, algo, en efecto, “instintivo”. La mayor prueba de ello es que cuando este afán de viaje comienza a actuar, ceden todos los demás instintos; el gavilán perdona al pájaro menor, su víctima habitual. Hambre, miedo, fatiga, callan sus imperativos”. Es decir, que hablamos de un “instinto” de suma fortaleza, a la altura de los más poderosos de entre los que rigen la vida animal… y habría que considerar que, quizás escondido, camuflado o a veces disimulado, también la vida humana. Porque podríamos acoplar aquí la idea que se deduce de esto que también piensa Ortega: “El hombre es, donde quiera, un extranjero”. A la cual podríamos asimismo añadir esta otra que Kierkegaard dio forma cuando hablaba de otra emigración, la que a Abraham le debía llevar al país que, aunque lo desconocía, había de recibir en patrimonio, y a propósito de lo cual decía el filósofo: “Por la fe dejó el país de sus antepasados y fue extranjero en tierra prometida. Abandonó una cosa, su razón terrestre, y tomó otra, la fe. De lo contrario, pensando en lo absurdo de su viaje, no habría partido”. Podría ser, deducimos de la conjunción de estos hilos argumentales, que, al nacer, iniciáramos el periplo propio de alguien que se siente desterrado, y la inquietud asociada a tal sentimiento nos obligara, transidos de fe, a convertir la vida en una búsqueda del lugar en el que quisiéramos recalar definitivamente, el que sentimos como la “Tierra Prometida”. En tal caso, peregrinar, por ejemplo, a Santiago de Compostela no sería sino una forma de plasmar en el mundo real ese instinto migratorio que nos hace ir en busca de algo que está al final de todas las búsquedas, en el “finis terrae”, el “non plus ultra” que aquellas tierras galaicas significaban para los antiguos peregrinos. Pero la tierra, el mundo material se nos queda pequeño a la hora de dar expresión a esa búsqueda de lo que nunca, ni siquiera el peregrino que llega a la Costa de la Muerte, al límite de toda búsqueda posible, acabaremos de encontrar. La Tierra Prometida siempre está más allá de donde conseguimos llegar.La del chorlito dorado, la de los salmones y la del peregrino compostelano: tres maneras de emigrar hacia lo que nos falta
¿Y dónde radica ese impulso migratorio que nunca llegamos a satisfacer del todo, que tanto a la mariposa Vanessa atalanta como al ser humano nos hace perseguir lo que nunca alcanzaremos en vida? ¿Servirá como explicación que simplemente se trata de un comportamiento prefijado en los genes? ¡Con qué explicaciones tan pacatas se conforma el espíritu de esta época descreída! Lo que ocurre en el mundo material no es en realidad sino el cauce restrictivo que encuentra el espíritu para que por él discurra un impulso, una intención, que trasciende de cualquier logro material, cualquier meta alcanzada. Lo que la vida busca –y en esa búsqueda consiste la vida– siempre está más allá. Y al constatar que ningún lugar del mundo reúne las características propias de eso que buscamos, recurrentemente tratamos de regresar al lugar de partida, que, en definitiva, sería aquel que trataríamos de repetir en el punto de llegada. Algo así, en definitiva, como el eterno retorno que tantas culturas han trasladado a sus mitos. El Paraíso inalcanzable sería el Paraíso perdido, al que a lo largo de la vida nunca logramos acceder. Finalmente, tras sucesivos y frustrados intentos, no tendríamos más remedio que morir, que sumergirnos en el mar que linda con la Costa de la Muerte, porque, como decía Mircea Eliade: “Vivir no es más que separarse de las entrañas de la tierra, y la muerte se reduce a una vuelta ‘a casa’ ”. Cioran lo ratifica: “se muere para no extraviarse”