Revista Filosofía

MIS LECTURAS DE ORTEGA Y GASSET: El hombre-masa y su pretendido derecho a mantener opiniones infundadas

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   A lo largo de la historia, tanto en política como en literatura, en arte o en los demás órdenes de la vida pública, el vulgo no se ha preocupado de tener ideas sobre lo que son o deben ser las cosas. Aceptaba que pensar sobre ello, tener ideas creadoras al respecto, no era propiamente su cometido, y se limitaba a aportar o a retirar su adhesión a lo que el político, el pensador o el artista hacía o decía. Lo que a cambio de no tener ideas sí tenía era creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales. Hoy el hombre vulgar sigue sin tener ideas propiamente dichas, puesto que para acceder a ellas es preciso someterse a las reglas del pensamiento, las que a través de razonamientos permiten el acceso a la verdad, y no lo hace, pero, sin embargo, aun ausente de ideas, hoy se atreve a pontificar sobre los asuntos más diversas.MIS LECTURAS DE ORTEGA Y GASSET: El hombre-masa y su pretendido derecho a mantener opiniones infundadas   Así se explica que hayan prosperado movimientos sociales y políticos que no aspiran a tener razón, pero sí a imponer sus opiniones: “Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón” (1).Añádase a aquellos movimientos que Ortega cita, cuando menos, también al nacionalismo, aunque es claro que hablamos de ejemplos concretos de una forma de ser global que trasciende tales singularidades. En todos estos casos, no se manejan, pues, propiamente ideas, sino apetitos o emociones revestidos de palabras. “Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es por tanto creer que existe una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión (…) Por eso, lo “nuevo” es en Europa “acabar con las discusiones”, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia (…) Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea” (2). Incluso la conversación se hace imposible, puesto que el hombre-masa no somete a discusión lo que opina; quien le contradice será tachado de hereje (de “facha”, sobre todo, en los nuevos tiempos) y se le impedirá poder razonar, puesto que ese es un factor ajeno a sus reglas de funcionamiento. Se inventará este hombre vulgar como interlocutor no al que realmente tiene ante sí, sino otro fantaseado a la medida de sus prejuicios y tópicos y, sin escucharle, hará uso de estos para combatirle en la discusión, desentendiéndose de los razonamientos.   El hombre-masa actúa con la seguridad de quien no necesita nuevos esfuerzos que añadir para mejorar lo que opina. “El hombre-masa se siente perfecto” (3). No echa de menos nada fuera de sí y se instala definitivamente en el repertorio de sus pseudoideas. Por tanto, cuando parece dialogar, muestra que en realidad no escucha, no hay nada nuevo que pueda echar de menos y que eventualmente pudieran transmitirle las ideas del prójimo. “Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza” (4). Pero no necesariamente el hombre-masa es tonto. Al contrario, el hombre medio actual tiene más capacidad intelectual que el de ninguna otra época, ha adquirido muchos conocimientos parciales sobre cosas, pero ello no impide que esté anulada su capacidad para el razonamiento, que, incluso cuando está intelectualmente dotado, sustituye por prejuicios, tópicos, consignas y palabras huecas.    He aquí, pues, lo característico del hombre-masa: prescindir de los razonamientos y, sin embargo, estar seguro de la validez de lo que, en sustitución de ellos, habita en su mente. Pero si en la comunicación y en la convivencia que supone se suprime el valor del razonamiento, si no hay diálogo posible, se pasa directamente desde la opinión a la acción. Y en tal caso, lo que procede, pues, es la imposición. Dicho escuetamente: a la razón le sustituye la violencia. “La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la “acción directa” consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Charta Magna de la barbarie” (5)   Con esa acción directa no solo se prescinde del razonamiento, sino de todo trámite intermedio entre el apetito o la emoción y la acción. “En el trato social se suprime la “buena educación”. La literatura, como “acción directa”, se constituye en el insulto. Las relaciones sexuales reducen sus trámites. ¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón! ¿De qué vino inventar todo esto, crear tanta complicación? Todo ello se resume en la palabra “civilización” (…) Se trata con todo ello de hacer posible la ciudad, la comunidad, la convivencia” (6). En suma, que el hombre-masa no cuenta con los demás. Barbarie es tendencia a la disociación. “Todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles” (7). La masa, aun escindida en grupúsculos, no desea convivir con lo que no es ella. “Odia a muerte lo que no es ella” (8). Por eso resulta tan difícil hacer de una masa una comunidad, por ejemplo, una comunidad nacional.



[1] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 189.[2] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 190.[3] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 186.[4] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 187.[5] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 191.[6] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 191.[7] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 191.[8] O y G: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 192.

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