Madrugo a pesar de ser domingo, pues por fin he podido quedar con mi amigo Joséantonio tras varios intentos infructuosos. Debo ir en tren y aprovecharé para calmar mi conciencia, corrigiendo un puñado de exámenes atrasados. Hace calor: selecciono la penúltima camiseta que Él me regaló -esas con mensaje, texto e imagen para sonreir-, vaqueros recién lavados, calcetines finísimos negros y chaqueta gris, por si acaso -muy de madres. Abro el armario de la entrada, último estante, caja roja de la derecha, la segunda: zapatos rojos mate regalados por dos amigos el año pasado. Me voy tras engullir una taza de porcelana blanca llena de cereales de chocolate. Bolso negro grande, libro, exámenes, rotulador rojo, calculadora. Me lanzo a la calle.
No doblo ni la esquina y dudo si volver. Los zapatos me arañan, gritan mis pies -siempre demasiado anchos-, pero el reloj me dice que pierdo el tren y los minutos van esta mañana más deprisa que ayer -será cosa de la pila. Voy más despacio, notando cómo el empeine gime y se lastima, el zapato derecho muerde con rabia la parte superior del talón; camino empujando, apretando los tacones menudos para suavizar el roce del agresivo cuero rojizo sobre mi piel -que adivino será de un color similar a estas alturas de la acera. Sé que tengo dos grandes tiritas de por si acaso en lo más profundo de mi bolso.
Mi amigo Joséantonio suele decirme que para entender a las personas debemos ponernos en sus zapatos y que nos duelan las mismas piedras que al resto de los humanos. Sólo así despertaremos una mañana solidarios. Mientras calculo cuánto tardaré en llegar a la estación de tren, me acuerdo de su máxima y decido dejar de ser solidaria por un día entero, a cambio de no desear quitarme estos zapatos asesinos y seguir por la calle en calcetines... Se alivia la presión al subir por el puente, pero la bajada es la penitencia por las notas que pondré a mis alumnos en esta tercera evaluación; casi hasta me planteo hacer parada técnica en casa de mis padres -que me pilla de paso-, pero están las persianas bajadas y sus cortinas corridas.
Ya casi en la puerta de la estación de tren noto que los nervios más superficiales de mis pies han debido de ser lesionados gravemente, pues no noto más que la epidermis doblada sobre sí misma y las dentelladas infames de mis casi nuevos zapatos. En mis pies se solidarizan ahora todos los millones de personas del mundo y prometo limpiar de una vez mis sandalias veraniegas, tarde lo que tarde en la operación. Dos salvadoras tiritas me apañan las inminentes ampollas mientras el vagón de mi tren se bambolea camino a Madrid. Menos mal que Joséantonio vive cerca de la otra estación...