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Misantropía

Publicado el 06 marzo 2020 por Angeles

Los golpes en la puerta la dejan sin respiración. Levanta la vista del libro que estaba leyendo pero no hace ningún otro movimiento, está paralizada por la sorpresa. El fuego que arde en la chimenea parece ahora más vivo que ella.

Entonces vuelve el rostro hacia la muñeca de cara de porcelana que está sentada en el extremo del sofá, y con un gesto le indica que guarde silencio.Piensa en acercarse a la mirilla de la puerta e intentar ver quién hay al otro lado, pero no se atreve, no quiere delatarse. Es imposible que nadie sepa que hay alguien en la casa. Las cortinas están cerradas y ella lleva días sin salir. Quien sea habrá estado llamado a todas las puertas, pero en realidad no esperará encontrar a nadie. Así que si no oyen nada ni notan ningún movimiento se marcharán.

Vuelve a oír golpes en la puerta.El fuego. Han debido ver el humo saliendo por la chimenea. Saben que estamos aquí, piensa, aterrada, dirigiéndose de nuevo a la muñeca. Se concentra intentando percibir algún sonido, algún murmullo. Espera oír a alguien rogando que le abran la puerta, o pidiendo ayuda, o amenazando con entrar por la fuerza. O alguna conversación en susurros. Pero no se oye nada, y ese silencio le indica que quien está fuera tiene malas intenciones.

Empieza a pensar en todos los años que lleva sola, y en cómo, al principio, hubiera dado cualquier cosa por volver a ver a un ser humano. En cuánto echaba de menos hablar con alguien, compartir el mundo con alguien. Pero ya no.

Los golpes otra vez. Ya no. Está sola por culpa de sus semejantes y ahora quiere seguir así. Está segura de que si quedan otras personas, tarde o temprano, terminarán por arruinar el mundo que ella ha ido construyendo para sí, de la misma forma que arruinaron el que tenían para todos.

Sigue sentada en el sofá, inmóvil, con la mirada clavada en la puerta, como si quisiera ver a través de la madera.

Se instalarán aquí —piensa, mirando a la muñeca y cogiéndola de la mano—, se adueñarán de nuestra leña, de nuestro horno, de nuestros libros y nuestro depósito de agua. Tendría que pedirles permiso para todo, o peor aún, trabajar para ellos a cambio de una pequeña parte de lo que es mío.


Espera que en cualquier momento vuelvan a llamar a la puerta, y mientras ruega en silencio para que se marchen, unas lágrimas le empañan los ojos. Sigue mirando la puerta y ahora cree vislumbrar unas figuras al otro lado, unas figuras que de un momento a otro entrarán por la fuerza. Da igual que les abra o no —dice—. Entrarán de todas formas, y entonces el mundo se acabará otra vez.

La mujer vuelve a escuchar los golpes,  y, resignada, se levanta para abrir la puerta.


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