Sigo en este valle de fábula al que entré ayer a través de un escondido túnel en el recodo de un fiordo: el camping, la reserva ecológica Laksagaosen y el río Nordfjordelva de límpidas aguas turquesa que bajan de los glaciares.
Al final de la estrecha carretera que se adentra en el valle hay un lugar llamado Lakshol, y de ahí parte una difícil ruta de senderismo que, en teoría, lleva hasta los lagos superiores donde se hace la magia turquesa y existen cascadas de vertiginosa altura. Me la ha recomendado encarecidamente el dueño del camping, así que invertiré en ella la mañana y pospondré otro día mi cita con el maelstrom.
Rápidos del Norfjordelva
Otra información útil –corrijo: muy útil– que me ha proporcionado es un horario de mareas en Bodo, con las diferencias de nivel entre pleamar y bajamar. Según la tabla, hoy (23 de agosto) será de 1’57 m y mañana de 1’80; y si esperase aún hasta pasado mañana tendría el desnivel máximo de este mes lunar: 2’10 m (cuanto mayor la marea, más fuerte la corriente que se produce en la angostura y más intensos y espectaculares los remolinos que se forman).
Salvado un fuerte repecho inicial, los primeros hectómetros de este sendero discurren con poca pendiente, cauce arriba del más o menos remansado río Storskogelva de característico color azul turquesa, al ya empiezo a acostumbrarme.
Un remanso del Storskogelva
Mis pensamientos, en cambio, discurren por otro cauce bastante menos idílico. Esta noche pasada ha sido la peor, con diferencia, de los tres meses que llevo de viaje. Pese a lo bonita, el radiador de mi cabaña era del todo insuficiente para caldearla, teniendo en cuenta lo húmedo y umbrío del lugar; y aunque me arropé con todas las sábanas que pude, más doble pijama y el abrigo, no había forma de dormir caliente.
Aparte, aunque el camping era muy tranquilo, dos o tres familias con niños vinieron a hacer su pequeño ágape nocturno justo frente a mi caseta, y no tenían prisa por acabar. Los chavales andaban por allí correteando y dando voces –que es lo suyo, pero ¿no podían festejar junto a sus rulós?– y entre unos y otros estuvieron molestándome hasta la medianoche.
¡Qué contraste, el oscuro color de mis pensamientos hoy con el de este valle verdoso! ¿Y no poder uno empapar su espíritu de esta paz? ¿Y que mi ánimo sea impermeable a esta naturaleza tan armoniosa?
Junto al río Storskogelva
Pero así es. A menudo se envidia sin conocimiento y se contempla con demasiado romanticismo al viajero, el nómada solitario, el romero, pero poca gente sabe cuánto son, algunos de sus días, malos. Días en que pesan la soledad y los contratiempos, o en que, sencillamente, se apoderan de su ánimo los pensamientos más grises que lleva dentro.
Me da hoy por considerar que, estando ya de regreso del Ninguna Parte hacia el que emprendí este viaje, sea donde fuere que haya ido (si es que he ido); de este viaje sin meta que rebotó en el océano ártico y que ahora discurre hacia el sur, como balón lanzado al cielo que inevitablemente ha de caer; estando de regreso, digo, no he aprendido nada importante, nada sobre mí o la vida. He visto, sí, lugareos asombrosos, pero nada nuevo sé de lo que, a la postre, en verdad importa. Y la ansiedad sigue visitándome todas las noches con matemática puntualidad; a menudo también durante el día. Ahora mismo por ejemplo, según esto digo y grabo, está ahí, en la boca del estómago, compañera de perruna fidelidad.
Ni tampoco se me ha aclarado idea alguna respecto a las inquietudes que ya demasiados años me atenazan, qué hacer con este deambular, qué respecto al futuro (el cual, como decía Unamuno, fabricamos con la materia del pasado), qué proyecto suscribir, dónde asentarme, cómo vivir; nada de nada. Siento que vuelvo al punto de partida con las manos tan vacías como empecé o más aún, pues cada vez las esperanzas son menos.
Curioso juncar, un desafío para la vista
A medida que avanzo por el sendero (¿es metáfora?; no, pero podría haberlo sido), la pendiente aumenta y el Storskogelva se hace arroyo, menos caudaloso, más silvestre. A trechos, la senda se desvanece y tengo que buscarla entre las rocas que voy trepando, o por las márgenes embarradas del cauce. Pese al frescor del día, ya sudo. La caminata se ha convertido casi en escalada y gano altitud por momentos.
Cada dos por tres miro a mi derecha, en la distancia, buscando el Sorfold, la cascada de 200 m de altura que se supone debería ver, pero no la encuentro. Llevo un mapa con curvas de nivel en el que no soy capaz de ubicarme con exactitud. ¿Habré errado el sendero? El terreno, finalmente, se hace menos pino y vuelvo a llanear. Me detengo a escuchar con frecuencia, por si oigo el fragor del salto de agua, pero no se escucha más que el trinar de los pájaros y el murmullo del viento en los árboles. Tras dos horas de marcha, desisto y vuelvo grupas.
De vuelta junto a las desconcertantes aguas del Storskogelva
Estas plantas acuáticas de sinuoso movimiento en el flujo de la corriente me recuerdan a Solaris, la extraña e impactante película de Tarkovski basada en el filosófico libro del filosófico Lem.
Interesante caminata, pese a todo. Abajo, en Lakshol, Rosaura espera paciente. Cuando llego, me cambio los tenis por las botas de siete leguas, me enfundo en el chaquetón y continúo viaje.
Hago una parada en Loding para comprar algunas provisiones en un supermercado, y me sorprendo al cruzarme con tres o cuatro negros, oscuros como el carbón. Subsaharianos, supongo, que obviamente no están haciendo turismo ni han llegado ayer en una patera. ¿Qué se les pierde en esta tierra escandinava de pescadores, elfos, esquimales y vikingos, al norte del círculo polar ártico?
La ruta de hoy, de Lakshol a Bodo
Con sus 50.000 habitantes, Bodo es la capital del condado de Nordland y la segunda ciudad más grande del norte noruego, después de Tromso. Aunque fue fundada hace ya dos siglos, apenas hay edificios antiguos porque quedó muy destruida por los bombardeos de la Luftwaffe durante la SGM. Y aunque su puerto es alegre y tiene algunos restaurantes pintorescos, no hay comparación con Tromso, más bonita y animada. Pero al menos he tenido suerte y me ha tocado un día soleado, un atardecer esplendoroso sobre los barcos y los yates. Me extraña que no haya casi nadie por las calles.
Bueno, sí que hay: a una mesita de madera junto al muelle se sientan cuatro subsaharianos con un carricoche (lo que supongo suman cinco) hablando en suajili. Como los del supermercado, éstos tampoco han venido antesdeayer. Y vuelvo a preguntarme, cada vez con más curiosidad, ¿qué carajo pintan a siete mil quilómetros de sus países? ¿No les queda más cerca España?
La tarde es ideal para sentarse en una terraza soleada con vistas al muelle y los barcos, así que elijo la mejor situada y pido una cerveza. Cuando me la está sirviendo, al ver una bolsa de panchitos que traigo en la mano el camarero me dice que allí no puedo comerlos. Me quedo a cuadros. ¡Venir al pub más caro de Bodo, diez euros la cerveza, para que le prohíban a uno comerse un puñado de panchitos! Le digo que vale, me voy a la terraza y me los tomo de todas formas; pero he de confesar que ya me ha amargado la cerveza.
En una mesa vecina oigo hablar un idioma que me resulta familiar. Es polaco. Ésos también están en todas partes, los polacos; pero estos, para poder permitirse venir de vacaciones a Noruega, deben ser muy pudientes, porque esto es cinco veces más caro que aquéllo.
Después, callejeando un poco, veo un bar de curioso nombre: Kaptein Larsen. Me pregunto si tendrá algo que ver con la famosa novela de Jack London, El lobo de mar, cuyo protagonista era precisamente un tal capitán Larsen. ¡Qué libro aquél, más emblemático!
El pub Kaptein Larsen, en Bodo
Por cierto que es sábado noche y sigue sin haber apenas gente por las calles o los bares, aunque escucho música lejana. Guiado por el sonido, llego a un cruce entre dos callejas perdidas y, de una cancela, salen dos niños negros en sendas bicicletas. Una esquina más allá, otra hablando por el móvil. Debo estar en el Harlem de Bodo, y quizá Bodo es el Johanesburgo de Noruega. Pero sea como sea, no me parece normal en un país sin el menor lazo con África.
Me acuerdo de un día en Polonia, concretamente en Cracovia, hace cinco o seis años. Estaba yo tomando una cerveza y trabé conversación con un negro que por allí había, solitario como yo. Como es costumbre, le pregunté que de dónde era, y al responderme que noruego me quedé algo perplejo. Él, al ver él mi extrañeza, se vio obligado a explicarme: lo habían adoptado padres noruegos. Mas, con el gesto y con el tono, hizo manifiesto su desagrado. No le había gustado nada eso de que –¡oh, incorrección política!– el color de su piel me llevase a hacer erróneas asunciones respecto a su nacionalidad. Pues vale. Como si fuera una deshonra ser subsahariano, o un honor ser noruego. El caso fue que me quedé sin saber de dónde era realmente.
Pero volvamos a Bodo. Por fin, a las afueras, doy con la fuente del sonido y la razón de que el centro esté vacío: hay un festival de música, Parkenfestivalen dicen los letreros. Hay negros a tuti plen –lamento insistir–, y tienen la misma pinta que los que ves por el centro de Madrid, o en el Bronx, o donde sea en occidente: ese universal “atuendo negrata”, importado de EEUU, con el que parecen querer subrayar su negritud.
Ya de regreso en el hotel, no puedo evitar preguntarle a la recepcionista por la causa de tan gran proporción de subsaharianos en una ciudad tan lejos del Sáhara. Me mira con algo de censura –que yo a mi vez intuyo tutelada– y me responde: son asilados.
Asilados, ya ves.
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