Una que es inocente por naturaleza decidió el viernes noche que era mejor que durmiéramos un adulto por habitación puesto que éstas estaban enfrentadas y no conectadas. La Primera y La Segunda tienen criterio más que suficiente para dormir en un hotel a dos metros de nosotros. No me cabe la menor duda. Pero en cuanto me las imagino solitas haciendo zapping me asalta la imagen del secuestrador del chándal agazapado detrás del extintor acechándonos. Con equidad salomónica a mí me tocaron impares y el padre tigre se quedó con las pares. Lo que no sé es porqué me sorprendió a las seis de la mañana del sábado cuando se me plantó La Segunda en la habitación con La Cuarta en ristre. Su padre seguía roncando plácidamente sin percatarse de la ausencia de su prole. Ahí se quedó mi caballero protector convertido en un saco de ronquidos sin oficio ni beneficio.
Total que a las seis con el tinto a medio digerir y los tobillos todavía hinchados por la falta de costumbre de llevar tacón empezó la fiesta de dibujos, peleas, patadas en el bazo y mamátengohambres. Imagínense mi rictus cuando a las nueve y media nos personamos en el buffet de desayuno con más hambre que un perro flaco y menos paciencia que una paciente de supernanny. Con la neurona dividida todavía entre el unte de mantequilla en serie y los repetidos intentos de La Cuarta por suicidarse desde la trona cruasán en mano, interrumpidos cada dos minutos por algún invitado al evento haciendo infructuosos intentos por entablar conversación mientras La Tercera pedía huevos revueltos a pleno pulmón y La Primera nos pedía permiso a gritos para tomarse el enésimo bollo de Nutella, nos pusimos a valorar nuestra situación canguril.
La muy desalmada había decidido por su cuenta y riesgo aceptar un trabajo de go-gó o vaya usted a saber qué a partir de las once pero se ofrecía para darnos cobertura in situ hasta las diez de la noche. Pensando con muy poco juicio que menos da una piedra aceptamos pulpo por canguro y nos dirigimos con la camisa llena de churretes de mermelada de albaricoque hacia unas cañas traicioneras que había organizado el novio tres horas antes de la boda. Con la hora pegada volvimos al hotel mal comidos y bien bebidos para volver a batir el récord Guiness de acicalamiento extremo. A las catorce en punto salíamos los seis primorosos camino de la iglesia.
He de reconocer que, salvando el ligero bochorno que pasamos cuando tuvimos que abrir las puertas de la furgoneta en público para desvelar la fauna autóctona de galletas, bocadillos, pañales usados y envoltorios varios que había proliferado durante las nueve horas de atasco, nuestra llegada a la iglesia nada tuvo que envidiar a esos posados de los príncipes con las infantitas en Marivent. De la ceremonia vi más bien poco puesto que La Cuarta sufrió un ataque de hambre inaplazable y me tuve que salir a darle un potito que encontré por ahí. Las mayores aprovecharon la ocasión para zafarse y venirse conmigo y el padre tigre se quedó a cargo de La Tercera que dormía plácidamente en la sillita de La Cuarta.
Eché la misa charlando animadamente con los otros padres y madres exiliados a cargo de bebés llorones o niños inquietos. Otro cantar fue cuando a la salida con una pase maestro el padre de la camada me endiñó a La Tercera con un despertar enfurruñado y se escaqueó a tocar el cuerno con sus amiguitos mientras yo tenía que hacerme paso con los tacones, el cochecito y las cuatro niñas colgando del tocado para situarme en el posado oficial. Imagino que me debieron inmortalizar con un gesto similar al de Kathy Bates en Misery sierra eléctrica en mano.
Podría decirles que en el ágape todo se tornó de color de rosa. Pero mentiría.
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