Empiezo a sospechar que nos va la marcha. Mucho. Demasiado quizá. Si no no se explica este afán por convertir lo que podrían ser agradables y reparadores fines de semana en aventuras no aptas para hipertensos. Si Tom Cruise hubiera tenido que llevar cuatro niñas, cada una con su sillita reglamentaria, en la trasera del Porsche para perseguir a la sosa del Audi en aquella entrega de la saga de la que sólo se salva la versión de Limp Bizkit, no le bajan de la pared vertical ni los geos. Se lo digo yo que este fin de semana he estado a puntito de tirarme al Rín desde el campanario de la Catedral de Colonia.
Empezamos el viernes con el pie torcido. El padre tigre levantándose en Madrid antes de que pusieran las calles para coger un avión que se retrasó sellando el acabose de la paz familiar. Entre tanto yo me afanaba en hacer un millón de petates para transportar todo el avituallamiento que una familia de seis puede necesitar para asistir a una boda de rancio abolengo con un código de etiqueta que me rio yo de la infanta Elena y Marichalar paseándose en calesa por Sevilla. Fue aterrizar el padre tigre en tierras bávaras, recogerle al vuelo y poner rumbo a Colonia con el tiempo justo para llegar con una hora de margen a la primera cena. Sin parar. Con cuatro niñas.
Nueve, n-u-e-v-e, horas más tarde, tras sobrevivir al atasco del siglo, hacíamos nuestra entrada nada triunfal en el hotel para descubrir con horror que la babysitter nos estaba esperando en otro. Quince minutos más tarde la recibimos con las niñas en pijama, el padre tigre duchado, afeitado y con la pajarita a medio atar y yo subida en mis tacones intentando descolgarme a La Cuarta del vestido sin que La Tercera me arrancara un pendiente mientras La Segunda se empeñaba en llenarme el pelo de horquillas. Diez minutos después nos deshacíamos en un mar de disculpas mientras unos señores muy elegantes tenían que interrumpir uno de los infinitos discursos para recibir a una pareja de enajenados de tiros largos.
Tomamos nuestro sitios reglamentarios que en estas ocasiones no es nunca con tu pareja, eso sería demasiado fácil, y nos dimos al vino con el desenfreno del naufrago que acaba de avistar tierra. No tengo ni la más remota idea de lo que le conté a mi Tischer, hombre situado a tu izquierda con el que el decoro te obliga a charlar, pero se me quedó la boca tan seca que tuve que bajarme más de una botella de un vino que a la sazón era español para superar la velada. Las risotadas de los cinco hombres que me rodeaban me hacen sospechar que me excedí al desplegar mis encantos femeninos. Mientras el padre tigre, sentado al lado de la mujer más sosa de la historia al otro lado de la sala, ahogaba sus penas en un blanco del Rín. Tanto gusto le cogimos a la botella que tuvieron que echarnos a patadas con los últimos residuos tóxicos de la velada.
De vuelta en el hotel la babysitter agarró la pasta con avidez y puso pies en polvorosa no sin antes darnos plantón para el día siguiente. A lo que el padre tigre respondió de la única forma que supo: bajándose el botellín de vodka del minibar.
De cómo sobrevivimos a un sábado nupcial compuestos y sin babysitter y otros cuentos de humor negro hablamos mañana. Sin falta.
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