Alguien definió el periodismo como una suerte de sacerdocio. Muchos de los que se inician en el oficio sueñan, como es el caso de algunos seminaristas, con explorar otros mundos que, aunque estén en este, necesitan conocerse. Son los futuros reporteros que, como los misioneros, viajarán hasta lugares recónditos para concienciarnos de que no todo es como parece. Periodistas que, como esos clérigos, no se resignan a regentar la parroquia de un pueblo o un barrio y prefieren poner tierra de por medio con el fin último de servir mejor a la sociedad en la que viven.
Este era el caso del periodista navarro David Beriain y del vizcaíno Roberto Fraile, asesinados esta semana por la barbarie en Burkina Faso. Hacía 17 años que ningún profesional de la comunicación, procedente de nuestro país, caía en acto de servicio. Desde 1980, una docena de ellos han muerto en zonas conflictivas. Conviene no olvidar sus nombres, ni tampoco lo que hicieron por todos nosotros.
Hay un periodismo respetable de mesa y pantalla de ordenador, pero también lo hay de batalla y de botas embarradas, pero de manos limpias. Es lo que practicaban estos héroes, muchas veces anónimos, trabajando en condiciones precarias, a los que, en demasiadas ocasiones, solo se les reconoce el mérito cuando nos dejan. Desde Lucho Espinal, caído en Bolivia hace 41 años, hasta Beriain y Fraile, el listado de bajas en el oficio se reparte por casi los cuatro puntos cardinales en el globo terráqueo.
Es el caso del fotógrafo Juantxu Rodríguez, asesinado en 1989 en Panamá; de Jordi Pujol Puente, que murió en la guerra de Bosnia en 1992; de Luis Valtueña, asesinado en 1997 en Ruanda; de Miguel Gil, muerto en Sierra Leona en 2000; de Julio Fuentes, caído en Afganistán en 2001; de José Luis Perceval, apuñalado mortalmente en Marruecos en 2002; de Julio Anguita Parrado, alcanzado en 2003 por un misíl en la guerra de Irak; de José Couso, víctima también en Irak de un obús estadounidense, en el hotel Palestina de Bagdad, en 2003; o de Ricardo Ortega, a quien dispararon mortalmente en Haití en 2004.
Sus doce nombres deberían figurar en el frontispicio de las facultades de periodismo españolas como ejemplo para las futuras generaciones. Decía Beriain que no había historias pequeñas, que lo que había eran ojos pequeños para mirarlas. Hace años, el veterano Enrique Meneses, leyenda del mejor reporterismo patrio, le dedicó en un congreso palabras elogiosas, señalándolo como sucesor de aquella saga que él mismo bautizó como la tribu, en la que Manu Leguineche ejercía como sumo sacerdote. El mejor reportero español del siglo XX solía decir que no había periodismo nuevo o viejo, sino buen y mal periodismo. David Beriain y Roberto Fraile fueron, con su trabajo ejemplar y su generosidad, dos claros exponentes de eso. Porque, como ellos mismos sostenían, la historia más grande, a veces, suele encontrarse en el lugar más pequeño.