Por Diego Pérez Ordóñez
(Publicado originalmente en diario El Comercio, el 29 de noviembre de 2009)
La carrera de David Bowie demuestra claramente que, a veces, el rock también puede ser teatro: sonido y visión, telones y luces, heterónimos y cambios de identidad. Reinvención.
Descubrimiento. Nuevos ciclos. Se puede argumentar que en cierto modo Bowie forjó el concepto de la estrella de rock cambiante, la idea preliminar de la celebridad frívola y camaleónica, a caballo entre el músico, el artista, el actor de cine y el clásico famoso de farándula. Si las modas y las bogas son versátiles, Bowie ha sido el más versátil. Bowie ha sido siempre el más actual de la actualidad, el ícono a seguir, la figura señera de nuevos caminos y de constantes hallazgos.
En tiempos en los que el rock era sinónimo de malignidad, de rebeldía y de la cultura contestataria, David Bowie se convirtió en una especie de andrógino de sexualidad imprecisa e indistinta. Cuando la cultura del rock pasaba por las guitarras eléctricas ensordecedoras y contundentes, por el cuero negro, por los pelos largos reñidos con el peine y por los primeros tatuajes, Bowie saltaba al escenario disfrazado de algún estrafalario personaje, mitad del espacio exterior, mitad experimentos de maquillaje. Por eso quizá John Lennon, cuando le preguntaron qué tipo de música hacía David Bowie, contestó que rock con lápiz de labios. Así, cuando el rock empezó a explorar las premisas de lo sinfónico, los complicados y muchas veces pomposos arreglos que flirteaban con la música clásica, cuando los discos eran conceptuales, Bowie cambiada de máscara cada año, mutaba de personalidad con cada trabajo.
Unas veces era Ziggy Stardust o Major Tom. Otras, Aladdin Sane. Tampoco tenía ningún reparo en variar de estilos musicales: en los setentas buscó al productor Brian Eno para crear un sonido ambiental algo anodino y seguidamente se alió con Robert Fripp -el alma de King Crimson- para volver a entrar en los señoríos del rock más crudo.
Bowie ha estado activo durante cinco décadas y en ese tiempo ha podido reciclarse mil y mil veces, se ha transformado otras mil, ha despistado a sus críticos y desorientado a sus fanáticos, ha cruzado sin problemas y sin cuestionamientos desde los confines del folk más tradicional a las regiones empíricas de la música electrónica, ha sido capaz de disfrazarse de lo que el momento pida y sin tapujos de ninguna naturaleza, de convertir al escenario en una obra de variedades, en un circo o en una película, según lo demanden las circunstancias o las exigencias.
Sin duda Bowie es pionero eterno, el inventor constante, el experimentador más agudo y perspicaz, el precursor de estilos y uno de los músicos populares más influyentes de nuestros tiempos.
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