Revista Creaciones

Mister Fox

Por Dfnaranjo
En la vida he conocido todo tipo de turistas. Hay unos, extraños ellos, a los que denomino turistas express: son los que buscan devorar todo lo posible en cada minuto de su viaje. A veces creo que aquel será el único viaje de su vida y, quizás, por eso no paran de correr. Entre esos destacan unos, los más particulares, que buscan 10 ciudades en una semana. Nunca he logrado saber cómo se atreven a decir que lo conocieron todo. Son divertidos ellos. Despiertan cada día antes de salir el sol y corren, siempre corren, en una sola carrera en que no hay más meta que correr.
El otro extremo lo ocupan los calmados. Despiertan tarde, nunca saben a donde irán ese día. Creo que esperan, tan sólo, conocer realmente el pedacito de lugar al que llegaron. Si alguien que conociera aquel lugar les preguntara cómo les pareció, describirían aquel sitio con tal detalle que quien preguntó diría que el lugar debía haber cambiado mucho desde la última vez que fue. Por suerte nadie les pregunta nada, pues quienes los conocen temen perder el día entero escuchando su respuesta.
Hay otros, los turistas de caparazón, que van con la casa a cuestas. Esos son los que no tienen hogar en ninguna parte, pero a todas partes llaman hogar. Llegan a viejos con joroba y con memoria, pero también con desarraigo.
Están los turistas de celular, que buscan siempre los sitios famosos para tomarse, frente a ellos, fotos con cara de pato y cuerpo en curva para que también se vea su cola levantada. Esos son peligrosos. Cuando comen toman fotos de su plato y luego piden que lo cambien porque está frío. Algunos de ellos, los peores, suelen andar con un palo largo que agitan hacia los lados como si fueran armas de defensa personal. Perdón, dicen, y luego vuelven a poner la boca a punto para decir cuack.
Yo, por mi parte, soy un turista de librerías. Sospecho no somos muchos aunque tal vez me equivoque... Es una especie extraña, bien lo sé.
Permítanme explicarme: Cuando llego a una ciudad busco primero el hotel y allí descargo las maletas y luego, como quien no quiere la cosa, preguntó al recepcionista si conoce la dirección de la librería más cercana. A veces compro, por supuesto, pero otras me limito a estar allí, mirando, tratando de entender lo que entre paredes aquellos libros quieren decir. Las librerías, aprendí, son una confesión del librero que las puso.
Cuento esto para explicar que, en mi último viaje, en Bogotá, tuve la fortuna de encontrar un sitio que no había visto antes. En esa ciudad hay librerías maravillosas, pero ésta de la que hablo destacaba por un simple motivo: allí los libros no están puestos por autor o por editorial. La sección de novedades, llena siempre en todas partes, es, de hecho, bastante pequeña. Es más: la librería entera se recorre en una sola exhalación. Lo curioso, lo realmente extraño, es que allí los libros están acomodados por dolencia.
No, no me he equivocado de palabra. Los libros están acomodados por dolencia.
Aquel lugar, más que librería, es una suerte de farmacia en la que en vez de libreros han contratado boticarios.
» Buenas tardes, señor, ¿qué le anda doliendo?
+ Tengo nostalgia de la familia, dice uno, entrado en años, que acaba de cruzar la puerta.
» Entonces venga por aquí, que está la sección con libros sobre madres y padres y hermanos y abuelos...
» ¿Tiene ausencia, tal vez, porque alguna muerte llegó antes de tiempo? Entonces camine conmigo, que en este estante hay historias de princesas que aprenden de la muerte de sus padres y de patos que se olvidan de nadar.
+ Lo mío es... (dice una señora de mediana edad)
» ¿Si, dígame?
+ Lo mío es que olvidé cantar
» Entonces venga, señora, que aquí hay libros de mujeres que le enseñan a recuperar la voz...
Entre preguntas supe leer de dolores y de angustias, de crisis y de padecimientos que no faltan, y todos ellos, allí, sonaban fáciles de diagnosticar. Entre recetas y prescripciones recordé a aquel zorro que hablaba de amor a un príncipe que no sabía dibujar.
Quise preguntar algo, cualquier cosa, pero mi cabeza estaba en blanco. Hubiera podido inventar algo, decir que estaba triste, que la risa se me había quedado enredada en el pelo de una mujer de la que no sabía ni el nombre, o que no sabía bien quién era, tal vez inventar alguna enfermedad... pero no pude pensar en nada. Nunca he sido de enfermedades imaginarias y la mayoría de las reales ya se han ido curando solas, aunque siempre han dejado cicatriz.
Me despedí de todos y agradecí la tarde.
Al llegar a casa escribí esto que aquí pongo.
En el reverso de la hoja he comenzado una lista de dolores. La tendré en el bolsillo del pantalón, o en la billetera, justo al lado del documento de identidad.
Tal vez, cuando sea grande, pueda volver a aquel sitio y, entonces, comenzaré a preguntar.

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