Se consideraba una mujer atrevida y decidida, por eso le costaba reconocer que los trenes le daban miedo. Aunque más exactamente lo que le aterraba en sí no eran los vagones, sino los horarios, los cambios de vía improcedentes, perder un tren o perderse entre sus redes y acabar en la otra punta de su destino en plena noche.
Por suerte en esta ocasión su vagón iba vacío, no tendría que soportar las conversaciones ajenas. Siempre le parecían vanas y absurdas, hasta el extremo de querer mandar callar a más de un viajero, o al menos amenazarle con cortarle la lengua si seguía diciendo tonterías. Algún día acabaría metida en un lío.
Se relajó con el traqueteo del tren. Mirar por la ventanilla no servía de nada dada la oscuridad exterior. Cerró un momento los ojos y un sonido de chisporroteos le hizo abrirlos alarmada. Las luces parpadearon en el vagón. Una, dos veces, tres, a la cuarta ya no se volvieron a encender.
Se acurrucó en su asiento por instinto, encogida como para pasar desapercibida. Aún sabiendo que no había nadie más con ella le entró miedo, es lo que provoca la oscuridad no deseada. Esperó, conteniendo la respiración, a que se hiciera de nuevo la luz. No podía ser una avería grave pues el tren continuaba su marcha. Exhaló el aire de sus pulmones de repente y se quedó paralizada, había escuchado un siseo. Rápidamente subió los pies al asiento de enfrente, a hacer puñetas la educación y buenas formas, allí había algo deslizándose por el suelo.
Entraron ráfagas de luz por la ventanilla a mucha velocidad pero le dio tiempo a percatarse de que se habían saltado la siguiente parada. El tren volaba por las vías sin detenerse. Controlando el pánico se decidió a buscar a algún otro viajero, arrepentida de haberse alegrado de su soledad.
A tientas recorrió el pasillo, seguía oyendo cómo algo se arrastraba, persiguiéndola. Llegó al final del vagón y pasó al siguiente a través de las puertas que se comunicaban, asegurándose de cerrarlas para dejar atrás al ser siseante.
– ¿Hola? ¿Hay alguien? – no obtuvo respuesta, pero al pasar otra estación sin parar la luz reflejó los asientos vacíos. Esto ya no le gustaba nada. Aceleró el paso y dando bandazos por la velocidad que llevaba la máquina llegó al otro extremo, pasando al siguiente vagón y encontrándose en la misma situación.
Si por lo menos supiera por dónde iba, pero fuera solo había un negro vacío.
Finalmente llegó a la cabecera del tren, la puerta que encontró era opaca, sin ventanilla como las anteriores. Tenía que ser la del maquinista. Comenzó a aporrearla con ambos puños y de pronto se encontró en el suelo. La dichosa puerta se abría hacia fuera y el empujón le había hecho perder el equilibrio.
Se halló de frente a un señor que le miraba con los ojos desorbitados, parecía estar viendo un fantasma. Ambos se pusieron a hablar a la vez: Ella pidiendo explicaciones; él preguntando qué hacía allí.
Se había montado en un tren sin servicio que se dirigía a cocheras, por eso no paraba ni llevaba luces en los vagones, le explicó el maquinista cuando se les pasó el susto compartido. Dejó que se sentara con él en la cabina y le prometió llevarla a casa en coche, tranquilizándola.
Comenzaron a charlar y reírse de la situación hasta hacerla pasar por una anécdota divertida, hasta que, a través de la puerta, se empezó a oír un siseo… cada vez más cercano, cada vez más audible, más espantoso.
Los periódicos del día siguiente amanecieron con la noticia del extraño caso de un tren sin pasajeros hallado en mitad de las vías. La red de transportes declaró que nunca llegó a cocheras y que estaban intentando localizar al maquinista de servicio. Sólo encontraron un rastro viscoso que atravesaba el tren hasta la cabina abierta y que estaba siendo analizado.