Ni un mirador, ni una plaza, ni un parque, ni un monumento. Ni siquiera el escorzo de una calle cualquiera del Barrio Alto o Alfama. ¿Dónde quedan las típicas imágenes de la ciudad de la luz que pueblan nuestro imaginario? Lisboa es para Raul Ruiz una cuestión de alrededores e interiores, y en Misterios de Lisboa (2010) no deja posibilidad alguna al término medio; o nos sitúa en una periferia más rural que urbana, o nos coloca dentro de una habitación majestuosamente decorada. En las localizaciones escogidas para desplegar su cuidada y minuciosa puesta en escena no hay cabida para el exotismo, pese a que rueda en la capital portuguesa fascinado tanto por la ciudad como por el idioma en que se entienden sus habitantes. Tampoco hay lugar para aquellas imágenes que sobreviven en los muros de facebook gracias a los daños colaterales del turismo. Superficiales, epidérmicas, intersticios que en una película corriente deberían funcionar como zonas de tránsito entre el afuera y el adentro espacial. Aunque, paradójicamente, el conjunto global de su trabajo sea un hibrido que camina entre el serial televisivo y la ficción cinematográfica más pura.
Partiendo de este doble juego con la visibilidad y lo visible de la propia película, Ruiz inicia una tentativa que pretende redefinir la noción de la que habitualmente parte la reflexión sobre esa memoria tan contemporánea que aparece solapada incómodamente al presente. Por una parte percibimos el producto en bruto como una figura del presente a partir de los códigos genéricos a los que se ciñe su argumento. Por otra, la propia película se encarga de generar un inconsciente controlado, poblado de imágenes delimitadas por la ausencia misma del imaginario de la ciudad que ha heredado nuestro tiempo. Un concepto clave, puesto que si Lisboa no aparece representada a partir de las imágenes supervivientes que todos conocemos es porque Ruiz no concibe su trabajo bajo una mirada psicológica ni historicista, sino como el punto de partida de una situación común a todos los tiempos: la del individuo que percibe su entorno sin ningún tipo de aura mítica. En su mirada solo hay rutina, movimiento, repetición. Bien sea en el siglo XIX o en el XXI, todo aquel que habite en Lisboa y que camine por la Praça do Comércio o pase junto torre de Belém, no los concebirá como monumentos, como imágenes destacables del mercado turístico. En su memoria solo se permearán si a partir de ellos deberá trazar un recorrido reminiscente hacia un presente vivido de manera tan íntima como determinante.
Esta idea equipara el trabajo de Raul Ruiz con otra magna obra contemporánea que se vale del espacio de una manera muy particular. Igualmente colosal, tanto en duración como en las ideas que maneja, Historias Extraordinarias (2008) se sirve la provincia de Buenos Aires como escenario, sobre la que Mariano Llinás – como si se tratara realmente de un mapa – marca exactamente los lugares por los que deambulan o se ubican cada uno de los protagonistas de las 3 historias que componen su relato dividido en 18 capítulos. Es decir, con una narración que toma prestada la estructura de una novela decimonónica para su empresa; resucitar el logos de las palabras una vez que han quedado mudas en el tiempo de la ubicuidad de la imagen. Un impulso compartido estrechamente con Misterios de Lisboa desde que en sus primeros compases deja claro que no pretende volver al pasado mirándole soberanamente, sino adquirir una forma de manera intempestiva, rescatándola del olvido, actualizándola, confrontándola con lo proyectado por la propia forma; la figuración que remite al melodrama televisivo para contrariarla.
Sin embargo, los matices entre ambas obras son tan sustanciales como determinantes; en y de la diferencia se engarzaran sus correspondencias. Ruiz parte de un folletín de Castelo Branco mientras que Llinás se inventa su propia novela, desterrando del olvido a esa voz en off que en el pasado cinematográfico contextualizaba a las imágenes para utilizarla como un correlato articulado por distintos narradores que describe minuciosamente a las imágenes que acompaña. Por el contrario, en el trabajo de Ruiz la voz en off, en su forma más tradicional, introduce la escena a la que nos ha conducido la anterior o apunta detalles que pueden resultar significativos para el desarrollo argumental. En su puesta en escena prima el dialogo, la acción en tiempo real del protagonista que cuenta aquello que de momento llamaremos su historia.
Estas correspondencias divergentes, que también oscilan de la cámara doméstica y los planos fijos que descomponen la escena en Llinás, a la HD y los estilizados planos secuencias de Ruiz, serían sustrato suficiente para la reflexión a lo largo de una ingente cantidad textos. Pero lo que nos interesa apuntar en este primer capítulo es la particularidad con que ese espacio ausente es capaz de sustentar toda una serie de misterios. Y dada su condición de excluido en Misterios de Lisboa, hemos tenido que partir de otra película en la que el espacio está muy presente, y que no es otro que la maravillosa provincia de Buenos Aires, zona agrícola sin el glamour de la Toscana, atravesada por un caudaloso rio, definida por su arquitectura agrícola, y que pese a esconder miles de secretos no dispone de una imagen cinematográfica propia. ¿Cuántas películas se han rodado allí? O mejor dicho, ¿cuántas películas han sido capaces de constituir un imaginario cinematográfico? ¿Cuántas personas estarían dispuestas a realizar un viaje turístico a la zona? El contraste con la ciudad portuguesa en la que desemboca el Tajo es evidente.
La alteridad de este plano/contraplano precipita finalmente en la definición de los protagonistas de ambas películas. H, X y Z son modelos (El propio director y dos amigos constituyen el elenco) en Historias extraordinarias que describen un trayecto en el que tratan de rastrean las huellas de otro personaje con que se han topado casualmente. Misterios de Lisboa no pretende trabajar el concepto de otroriedad. La historia parte de la necesidad imperiosa de João de encontrar el apellido que le falta en un mundo en que es cualidad indispensable para llegar a ser simplemente una persona. Reducida a un nombre, su vida no vale nada para él. Más que a un padre, precisa de una referencia fuerte, vinculada a una tradición o a un espacio determinando. Montfort, Albuquerque, Lima o Magalhães laten reclamando su papel como cabos a los que aferrarse durante el tiempo en que se van resolviendo los enigmas que componen todo el misterio que envuelve al nombre de una ciudad escindida de su espacio. Tan relevantes como el hecho de que Mariano Llinás naciera en Buenos Aires y todavía resida allí, y que Ruiz tuviera que exiliarse en Francia después de que Pinochet ocupara el poder en Chile.
Continuará…
Ricardo Adalia Martín.