Toda historia es una catástrofe y toda “catástrofe es la primera estrofa de un poema de amor”. Sobre ambos aforismos, una vez que aparecen vinculados en una misma frase, se puede efectuar un cuidadoso bricolaje semántico para obtener un tercero que logra acercar dos figuras, quizás, irreconciliables: toda historia es la primera estrofa de un poema de amor. Pero la catástrofe ni se borra ni se disimula; sigue presente en cada plano, en cada encuadre imposible, en cada recoveco narrativo de Misterios de Lisboa. Porque cuando Pedro, aun siendo João, decide emprender la búsqueda de sus raíces, de su pasado originario en que fue engendrado, se desata un delirio histórico que nos conduce hasta una noción de amor en su forma más pura, original, incluso edénica, que vivieron sus padres superando las barreras de la riqueza y la posición social. Un amor imposible entre la hija de un noble y un hombre cualquiera obligado a emigrar a las colonias en busca de la fortuna que habilitaría el ansiado matrimonio. Pese a todo, João nace como bastardo y vivirá el aliento trágico de la historia; como imperiosa necesidad de construirla para encontrar una identidad a través de ella.
Una vez descubierto ese amor tan puro como insostenible que profesaron sus progenitores, la narración nos conduce hasta otro que también atendió exclusivamente a los latidos corazón y que propició el nacimiento como bastardo del Padre Dinis. Figura misteriosa, personalidad mutable dada al disfraz, cuyo origen puede equipararse al de aquel que salvó la vida subrayando un par de matices. Por una parte su bastardía tiene que ver con la enfermedad; el útero de su madre no estaba preparado para engendrar a un hijo. Por otra, Dinis se encontró con sus raíces, no las buscó. Se topó con ellas de manera fortuita en uno de tantos viajes que realiza bajo el signo de una de sus múltiples identidades intercambiables. Porque, además, le importaban bastante poco las razones de ese origen.
Inciso. Los anglosajones son capaces de distinguir la gran Historia que se comparte como un imaginario común de esas pequeñas historias personales que poco a poco la van moldeando. History e Story, dos palabras cuyos distintos significados deben buscarse con nuestra lengua en una sola palabra efectuando ejercicios de funambulismo entre haches minúsculas y mayúsculas.
¿Pero cuál de las dos despliega João en el momento en que decide emprender su búsqueda identitaria durante su adolescencia? ¿Y cuando recuerda la historia de su búsqueda unos años después? No hay que darle más vueltas: la historia con minúsculas. Porque el doble régimen narrativo que comienza y confluye sobre la misma cama en que yace tendido al final del metraje, se ve atrapado en el conjunto de líneas de fuga controladas que conforman la tupida narración de Misterios de Lisboa. La identidad de Pedro se ha nutrido de todas esas pequeñas historias que ha ido descubriendo a lo largo de su vida, sustrayéndolas cuidadosamente del curso de la Historia para procurarse un nombre. Anhelo intimo devenido en una tautología nominal enraizada en un pasado tan diáfano como aporitico. Porque las historias que le alimentan son incapaces de abandonar el flujo por el que circulan, de nombre en nombre, hasta lograr transcenderse y sumarse actualizadas al curso de la Historia. Porque asistimos a la impotencia de las historias para generar en y el tiempo real esa verdadera Historia atenta a la vivencia, a la revelación, al acontecimiento. No, por el contrario, la Historia es el espacio contrariado que trafica con miles de historias a la deriva, una mediadora tenebre que disipa toda tentativa firme de sustanciar todo deseo o gesto de rimar el espacio contrariado que adopta como forma.
Naturalmente, Misterios de Lisboa no adviene a nuestro tiempo como síntoma único de esta fatiga: Inland Empire (David Lynch, 2006), Un cuento de navidad (Arnaud Desplechin, 2008) y en cierta medida Malditos Bastardos (Quentin Tarantino, 2009) son ejemplos visibles de un cine que toma un espacio contrariado para colocar dentro de él a personajes “bastardos”, sin pasado, sin padres, sin apellidos, sin historias, sin arquetipos heredados que marquen un camino a seguir. Solamente infinitas posibilidades de vivir su vida, de forma plena, colocándola en lo abierto, dada a cualquier posibilidad, a cualquier afecto, a cualquier persona, a cualquier movimiento. Pero no, Pedro necesita una historia, una identidad clara. Pedro o João, porque a estas alturas todavía no sé muy bien cómo llamarle ya que, la cuestión fundamental, que, además, es conjuntamente secreto y objeto de fascinación de Misterios de Lisboa, no voy a poder resolverla: ¿Sobre qué plano temporal se ubica su narración? De forma simultánea articula un recuerdo que deshace lentamente la identidad adquirida y desencadena una nueva historia que recompone los contornos desdibujados en la operación que la precede. Pedro siempre está en tránsito, en un proceso eterno, en un bucle sin fin que presenta su Historia como una instancia muerta que no cesa de desplegar y relacionar miles de historias que neutralizan el presente, vaciándole de su espacialidad, cristalizando su tiempo como una vida incapaz de vivir en presente.
Realmente Misterios de Lisboa es una catástrofe; la de un muchacho que ha colocado su mirada de manera perpetua en el pasado sin saber desde donde le mira. Pero también es la de todo espectador fascinado por la sublime actuación del elenco actoral, y tanto por la agilidad narrativa como la inventiva formal que demuestra Raúl Ruiz para ofrecernos unas imágenes que rayan la perfección. Podríamos mirarlas durante cuatro horas de la misma manera que durante un siglo. No cabe duda, nos encontramos ante las incipientes consecuencias de un amor puro, de una relación que trabaja únicamente sobre la parte visual de la imagen; la que se muestra como reflejo de un espejo en marcha, una impresión instantánea que propicia un encuentro indiferente con una realidad espectral que se evapora tan rápido como aparece. No, el amor no nace del encuentro en la diferencia, sino de la impresión de lo mismo. Efectivamente, hemos hallado una forma cómoda de mirar la tragedia que serena todo goce del desarraigo. Esa es nuestra maldición, la que no querer vivir como bastardos una vez que podemos olvidarlo todo.
Continuará…
Ricardo Adalia Martín.