Los gijoneses de mi generación recuerdan vívidamente al Chaquetu -rebautizado como el Mercrominu-, los de la anterior, a Rambal, los que son algo más mayores, a la Perala. Míticos en nuestro Xixón del alma hubo muchos en todas las épocas, pero ¿cómo eran aquellos que recorrían las calles a principios de siglo, ésos que ya no queda nadie que los recuerde ni guaje que los escorriera (o al que escorrieran)? Conozcámoslos pues. Empezaremos hoy con cuatro míticos de muy diferentes clases: el simpático, el tullido, el entrañable y el extraño.
El difuntu Castañón o Faustino el Civil. Se trataba de Faustino Castañón Alvarez (1880-1933), mítico parrandero y amenizador de fiestas. En abril de 1914 instaló en el campo de la iglesia de Somió, con motivo de una fiesta local, un enorme tonel de sidra al que llamó Espartaco. Con el nombre buscaba vencer en tamaño y popularidad a todos los toneles vecinos. Además de la sidra, ofrecía gratis a quien pasara por allí, militares y paisanos, indígenas y forasteros, percebes y centollos. Todo pagado de su bolsillo. Él se justificaba ante la prensa: ¡Pa qué quiero yo lo que gané por esos mundos, más que pa’ gastalo en francachelas!. El difunto Castañón era, de oficio, pintor, y a pesar de su fama de parrandero, trabajador… a veces demasiado: en 1911, el gremio de pintores lo declaró esquirol por no respetar el boicot establecido a unos talleres.
Recibía tal nombre el buen Faustino por la extremada delgadez que le caracterizaba y que El Noroeste del 17 de octubre de 1914 caricaturizó (imagen de la izquierda) junto a uno de los versos que, con motivo de cualquier ocasión -antroxu, toros, fiestas de guardar…- recitaba para diversión del público:
Dicen muchos que me vieron
toreando de salón,
que hay en mí buena madera,
¡piensen que soy un tablón!
Daré el pase de alto y pingo
con ceruyu y valentía,
y el pase del clau de rosca
y el pase a la enfermería.
Si la diño, que me lleven,
en automóvil o en coche,
y que sea por la mañana,
¡pa corréla tóla noche!
Toreaba con gracejo y poco arte pero mucha risa el Difuntu, alternando caídas y posturas imposibles frente al toro con versos y monólogos simpáticos. Por ejemplo, amenazando al toro con circuloquios como el que sigue: ¡Pues vas á morir afusiláu, y además, voy brindar la muerte tuya a les cigarreres, que saben de sobra de lo que ye capaz el Difuntu Castalón!.
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Pulgarín, enano bautizado como Manuel Valdés, fue un peculiar limosnero muy conocido en el Gijón de finales del siglo XIX por su pequeña estatura. Pulgarín tenía como oficio pedir limosna en las puertas de las iglesias para hacer bien por las ánimas del purgatorio, es decir: no para sí, sino para la iglesia. Fue Valdés, en su época, limosnero oficial y conserje del antiguo cementerio gijonés, que se situaba al lado de la iglesia de San Pedro y que se utilizó hasta 1877, cuando se enterró el primer cadáver en el del Sucu (Ceares). La muerte de Pulgarín entristeció a Gijón aunque se viera venir: ya muy anciano, el 5 de mayo de 1897 sufrió lo que pareció ser un infarto a la entrada de su casa en Marqués de Casa Valdés, 9.
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El ciego Tomás se llamaba Tomás Sánchez y había nacido en 1857. En 1872, con 25 años, se quedó ciego; y a finales de siglo comenzó a vender periódicos en una esquina del Mercado de Jovellanos. Poco a poco fue haciéndose un personaje popular y querido por los gijoneses, que cada día le veían ir y venir de su puesto montado en un cochecito tirado por un viejo caballo. La Prensa lo retrató en 1933 -es la foto de la derecha-, cuando ya tenía 75 años, una mujer de 84, un nietín huérfano de once y una hija metida a monja.
Nada que ver con otro vendedor de periódicos ciego de Gijón en esa misma época: Enrique Castro Alvarez, de Roces, no contó con la admiración de los gijoneses debido a sus continuos problemas con la justicia. En 1926 acusó a su tía, Luisa, de haberle sustraído 25 pesetas; nueve años después, la Guardia municipal le sorprendió , ayudado de un carrín y un asno, robando arena de la playa.
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Manín de la carne cruda, de nombre Manuel Palacios, fue uno de esos viejos víctimas de las canalladas infantiles que toda época ha conocido, pero éste con una curiosa historia detrás. En el siglo XIX, Manín se había dado a conocer por su afición a comer carne cruda, con la creencia -bastante generalizada por aquel entonces- de resultar beneficioso para la salud. Hubo quien decía, además, que consumía carne de los gatos que cazaba por la calle. Con la llegada del siglo, Manín ya era un anciano decrépito del que abusaban los niños con asiduidad, vagabundo por las calles gijonesas y causante de frecuentes anécdotas. Por ejemplo: en 1900 se le impuso una multa de 2,50 pesetas por hacer aguas en la calle Cabrales, quizás a causa de una de las borracheras de las que solía dar cuenta muy a menudo. La animadversión hacia Manín era palpable: en 1903 un muchacho le ocasionó graves heridas en la cabeza tirándole piedras, cruel diversión para con Manín de los niños gijoneses de principios de siglo. En 1906 le condenaron a una multa de 10 pesetas por haber agredido con el bastón a una mujer que, al parecer, le había arrojado una alpargata a la cabeza.
Manín de la carne cruda falleció en octubre de 1909, en la total y absoluta miseria, meses después de que su locura llenase de preocupación las páginas de los diarios gijoneses al negarse el viejo a ingresar en asilo alguno. Según El Principado de septiembre de 1909, Manín era un verdadero cuadro de miseria. A las once de la noche, recorre las calles de la población, y procurando albergue a todo trance va observando los portales de las casas, para refugiarse en el primero que encuentra abierto. Las escaleras de la oficina de telégrados, los asientos y mesas de alguno de los fielatos de consumos, sirven de refugio a ese pobre hombre, desamparado.