Había sobrevivido a varias guerras con sus posguerras, a nueve partos y a más de una decena de embarazos. A Anselma Meana nunca le gustó reconocer la edad que le corvaba la osamenta pero no le quedó más remedio que hacerlo cuando sobrepasó la barrera de los cien años y todos, medios de comunicación incluidos, se interesaron por el secreto de su longevidad.
Anselma Meana
Gijonesa de pro, nacida en Castillo de Bernueces y a la sazón residente en Lavandera, a Anselma Meana la descubrió la Hoja del Lunes de Gijón en 1950, cuando, tras cumplir los ciento cuatro años, se convirtió en la mujer más vieja de Asturias. Un caso de longevidad extremo, especialmente en aquellos años aún de miserable posguerra, se merecía un reportaje como Dios manda y allá que se fue, al barrio de Linares, el periodista del recién nacido diario. La encontró en la cocina, dando cuenta de un copioso plato de cocido regado con sidra de la buena y rodeada de bisnietos y tataranietos. Vemos, lo dice y lo ilustra con foto al efecto, una anciana menudita, que no obstante tener su cetrino rostro surcado de venerables pliegues, no aparenta, ni mucho menos, la edad que tiene.
Aquella fue la primera de varias entrevistas que, durante la primera mitad de los años 50, la vieyina de Lavandera concedió, atónita por una sobrevenida fama que no era quién a comprender muy bien, a los periódicos regionales. Y esto, ¿pa qué ye?, preguntó aquella vez primera a su nuera, contrariada por la interrupción de su almuerzo, ¿pa la contrebución? Anselma Meana sobrepasó la barrera de los cien dura de oído, pero con un apetito y una sed sorprendentes para su edad. Cuando el reportero de la Hoja volvió, con motivo de su 105 cumpleaños, en 1952, Anselma lo recibió después de unos tragos de sidra y, por tanto, más parlanchina. Se muere por la sidra, confesaba Amparo, la nuera. Cuando ve que los demás bebemos, no hay más remedio que dejarla participar. Si no… ¡cualquiera la aguanta!
Anselma Meana, con su familia.
La vieyina, confesó aquella vez, había andado bien de pretendientes cuando moza. Allá por 1862 -y lo contaba noventa años más tarde- tuvo el primero, Francisco, empleado como criado en casa de sus padres que se quedó prendado del rubor de las mejillas de aquella Anselma quinceañera que sobrevivía aún ahora en el brillo de los ojos de la enlutadísima anciana. Por aquel entonces, por mor de la saturación de parientes en la casa, Anselma dormía en el hórreo con una hermana, y el muchacho pensó en aprovechar la soledad de las mozas para conseguir un tanto de intimidad con ella. Una noche subió el criado la escalera, escribe el reportero, y llamóla para que le abriese la puerta del granero. Ella se negó, pero como era muy vivaracha y despierta, se lo dijo al galán en verso para que lo entendiese mejor. Ahí va la rima.
Yo de dientro sí respondo,
de juera nun sé quién llama,
¡quien quiera saber de mí
que venga por la mañana!
Por aquel entonces poco pensaría Anselma en ir a conocer en profusión el siglo XX, de sobrepasar su primera mitad y de acabar viviendo entre más de sesenta descendientes que abarcaban hijos -le quedaban seis de nueve-, nietos, biznietos y tataranietos. Para asegurarse tal prole, la moza fue previsora, tal y como contaba, en 1952, Arcadio, colaborador del Voluntad, con motivo del 105 cumpleaños de la anciana. La juventud actual tiene pocos novios, afirmaba. Yo de moza tenía tres: uno fue a Cuba, otro al servicio, y otro quedó aquí en reserva. Como el de Cuba no volvió, y el del servicio militar tardaba mucho, pues le pilló la guerra carlista, caséme con el que quedó en Gijón…
Anselma Meana
Aquel mozo afortunado fue el que la llevó a Lavandera, el que le dio los hijos y el que, al morir, la enlutó para las décadas que aún le quedaban de vida: desde aquel día, y hasta el de su propia muerte -cuando ésta, por fin, recordó que tenía que llevársela de este mundo- no dejó de vestir pañuelo negro, jubón, faldas y tupidas medias negras, madreñes y, como única concesión a la coquetería, un bolsillo de cuero oscuro que debió de ser, hacía cuentas el reportero de la Hoja en el debut de la centenaria, pasmo de lujo allá por el año 60 del siglo anterior.
Torcía el gesto la anciana cuando le preguntaban por el secreto de su longevidad porque, a decir verdad, no lo sabía. A los ciento cinco años aún comía copiosamente -papillas, cocido, arroz, patatas y, sobre todo, pasteles y dulce, su debilidad-, bebía sidra y jerez a discreción y fumaba todo el día, siempre negro. Parecía, simplemente, que la muerte se había olvidado de llamarla a su lado, o más bien que lo hacía perezosamente, sin prisa, porque la vida de la centenaria, cuando se apagó, lo fue haciendo poco a poco, con el lento transcurrir de los años. Los años le apagaron la visión y le cerraron el oído, pero a los ciento cinco aún recordaba todo lo vivido y el nombre de todos los suyos, y a los ciento seis pudo dar buena cuenta del estupendo pastel con el que, haciendo realidad sus deseos, la obsequió el Ayuntamiento de Gijón.
Visita del Ayuntamiento, en 1952
Anselma Meana murió el 17 de marzo de 1955, menos de un mes antes de cumplir los 108 años. El oscuro aviso de la inminencia de su partida había llegado a Lavandera meses atrás, cuando la venerable güelina dejó de coser cada día y le perdió el gusto a la sidra, al tabaco y a los pasteles. Se iban, con ella, las postales de la vida en aquel Gijón de mediados del siglo XIX que los más mayores, después de Anselma, ya no recordaban; se marchitó, definitivamente, la ya desvaída aunque persistente rojez de las mejillas de la que había sido rotunda belleza juvenil en Bernueces, abnegada matriarca en Lavandera y anciana queridísima por todos los asturianos y asturianas que, cada mes de abril, se habían acostumbrado ya a ver su retrato en la portada de los periódicos, celebrando, como desde hacía más de un siglo, un año más.