Mito absoluto (Casablanca)

Publicado el 12 febrero 2013 por Sesiondiscontinua
Siempre he evitado escribir sobre Casablanca (1942), porque --igual que sucede con el Sol-- con sólo aproximarte a ella corres el riesgo de quedar carbonizado por su aura mítica. Atenazado por tanto elogio precedente, acabas limitándote a escribir como otro rendido fan acerca de la magia de sus muchos momentos cenitales. En mi caso, además, se añade una parálisis analítica; porque sobre esta película ya se ha dicho todo desde todos los puntos de vista. A estas alturas sólo cabe aportar textos y teorías basados en la experiencia individual, confiando en que el enfoque, el estilo y/o los contenidos resulten clarificadores, divertidos, nuevos. Tarea casi imposible, puesto que ya no se esperan descubrimientos o matices inéditos en un filme como Casablanca.
Mi experiencia personal está relacionada con el auge del vídeo doméstico: en mi casa compraron uno del sistema 2000 (de corta vida pero de mejor calidad que los otros en liza), y enseguida nos lanzamos a grabar toda clase de programas de la televisión. Mis padres estaban encantados con la posibilidad de poseer --por fin-- una copia de aquellos títulos que marcaron su juventud (entonces el mercado de alquiler no acababa de arrancar y el de venta era prácticamente inexistente). Les entró la misma ansiedad recopilaroria que a nosotros ahora pero en plataformas y soportes muy diferentes. El halcón maltés (1941), Un americano en París (1951) y Casablanca fueron algunos de los títulos que descubrí por aquel entonces. Quizá fue por las novedades de moviola que ofrecía el vídeo (reboninar, parada, adelante) o por la posibilidad de ver una y otra vez la misma película; o simplemente porque, como teníamos muy pocas cintas grabadas, veía siempre las mismas. El caso es que vi Casablanca por lo menos treinta veces, y no hizo falta --como sucedió con Hitchcock y Ford-- que mi padre hiciera una labor de exégesis colateral para afianzar mi admiración, esta vez surgió sola, cumpliendo a rajatabla todas las etapas conocidas de la cinefilia juvenil: en primer lugar, fascinación fetichista (todavía vigente) por la belleza perfecta de Ingrid Bergman; segundo, admiración por la cínica (e irreal) seguridad del personaje de Bogart; tercero, la impecable combinación de elementos que entrelazan una historia de amor con acontecimientos de la historia contemporánea que difícilmente perderá su vigencia. Se trata de los tres ejes sobre los que --con la ayuda del cine-- se sustenta el deslumbramiento de la subjetividad adolescente, y también sobre los que se levantan los enfoques teóricos de la madurez. Y aquí estoy, dispuesto a ofrecer mi versión crítica y teórica de Casablanca sin arruinar mi recuerdo juvenil; más bien al contrario, con la esperanza de que lo complemente y lo refuerce si es posible. Y, puestos a pedir, que amplíe las posibilidades de disfrute de un filme excesivamente conocido que empieza a vislumbrar su fin de ciclo definitivo.

Contábamos con una ventaja (entonces no lo era) que hoy se ha revelado como tal: la de los ochenta fue la última generación que disfrutó de reposiciones (televisivas) del cine clásico estadounidense de los cuarenta y los cincuenta. Nuestro imaginario de actores y actrices enlazaba directamente con los grandes nombres de aquella época (a pesar de que la mayoría se hallaba en los estertores de sus respectivas filmografías), porque los conocíamos gracias a las sesiones de cine de las sobremesas de los sábados. El cine de los ochenta (hoy sabemos que es porque proporcionó nuevos clásicos a los que admitrar e imitar) acabó con esta dependencia gracias al triunfo de nuevas sagas, temas y personajes que hoy, más de treinta años después, siguen vigentes, cumpliendo la misma función que en nuestra adolescencia ejerció el cine clásico de Hollywood. Pensemos por ejemplo en el prestigio y el rendimiento creativo y económico de La guerra de las galaxias (1977) y sus secuelas: quienes asistimos a su estreno en cine miramos a los fans más jóvenes como unos advenedizos a los que no les será nunca dado el placer de disponer de un título así para marcar/establecer/exhibir su adolescencia. Tanta devoción en los fikis quinceañeros actuales nos parece obscena y devaluadora de su verdadero valor, pero eso es otra cuestión. La cosa es que desde los años noventa del siglo XX el cine clásico es apenas una presencia vegetativa que se apaga con la desaparición de las generaciones que lo disfrutaron en directo (lo mismo que le sucederá a mi generación con Darth Vader y compañía)
¿Por qué, de pronto, me lanzo a escribir sobre un título tan intimidante y sobreanalizado? Pues porque, a pesar de que su valor cinematográfico permanece casi inalterado, es evidente que el paso del tiempo ha hecho mella en la carga mítica de Casablanca desde el punto de vista de vigencia social y del fetichismo cinematográfico (hoy día se considera más bien un filme romántico que del género negro, donde se la ubicó inicialmente). Las nuevas generaciones, como no puede ser de otra manera, crecen sin la referencia de Casablanca como arquetipo de filme que resume y ejemplariza las virtudes de un argumento universal en lo individual y en lo colectivo. Muchos de sus diálogos han dado origen a frases hechas, a tópicos conversacionales --que Woody Allen contribuyó enormemente a popularizar con su obra Play It Again, Sam (1972)-- y escenas que se han convertido en arquetipos y en clichés.
El primero y más importante: los días felices en el París a punto de ser invadido por los nazis; esa referencia romántica (unos días especiales, dedicados a la pasión sin preguntas) es en el cine actual un elemento asociado a la pasión espontánea del género romántico. Hay películas que optan por situar esos momentos en otras ciudades, pero es sorprendente comprobar hasta qué punto París mantiene su posición privilegiada como ciudad romántica ideal en la que cualquier encuentro es posible. En segundo lugar, el reencuentro inesperado en el café de Rick, que obliga a reabrir heridas e interrogantes pendientes; o el leitmotiv de la canción As Time Goes By (1931), así como algunas frases antológicas:
-¿Por qué vino a Casablanca?
-No sé, quería un lugar con mar.
-Pero... si África es puro desierto.
-Me informaron mal
...

-De todos los cafés del mundo, tuvo que elegir el mío.

-Los alemanes iban de gris, y tú ibas vestida de azul.

-Un dólar por tus pensamientos.
-En América sólo dan un penique

-El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.



Casablanca se rodó con un propósito obvio y declarado: servir a la causa de la campaña africana de las tropas aliadas. La labor de Victor Laszlo (Paul Henreid) al frente de una red internacional de resistencia antinazi es el elemento principal del argumento, mientras que el enredo amoroso era una forma de complementar dramáticamente una historia ejemplar de compromiso político y humano. El tiempo, sin embargo, ha dado la vuelta a esta relación de fuerzas, y es la historia de Bogart y Bergman la que ha sostenido la fama del filme durante décadas. Probablemente muchos de los elementos románticos estén improvisados en el guión (que obtuvo el Oscar aquel año), sin dar importancia al hecho de tirar en exceso de tópicos --el breve romance apasionado en París, incluyendo una tarde aciaga pero especialmente intensa, el reencuentro--, ya que el objetivo era establecer un contrapunto dramático que pusiera a prueba la integridad de los protagonistas, quienes al final optan por el bien colectivo, por encima de sus deseos y egoísmos particulares, como se esperaba de la gente en aquellos años de sacrificio. Pero ha sido precisamente ese «defecto» el que ha provocado que aguante mejor el paso del tiempo, incluso que se la recuerde por su valor como historia de amor universal.
El cinismo de buen fondo de Rick y el espíritu de sacrificio de Ilsa se convirtieron, por aclamación popular, en arquetipos románticos, influyendo en numerosos filmes posteriores. Por su parte, el sobreanálisis a que ha sido sometida por la crítica especializada hizo que su contenido --desmenuzado hasta el último fotograma-- alcanzara niveles de complejidad que impedían su disfrute como simple filme de género. Mientras tanto, el público, ajeno, adoraba la perfección de los instantes románticos, la química Bogart/Bergman, el final archiconocido... Hoy día, una vez que sus exégetas y admiradores especializados han desaparecido y nuevos títulos mantienen ocupados a los que les han sucedido, es posible observar curiosidades poco valoradas o mencionadas, como el personaje del capitán Louis Renault (Claude Rains), que conserva todavía un cierto aspecto moderno --Rick e Ilsa son prototipos sin apenas matices-- a pesar del inevitable toque gay que desprende y los tópicos afrancesados de sus comentarios. Sus réplicas divertidas y cínicas y su ética voluble, así como sus rasgos de carácter, aportan verismo a una historia de amor plausible pero inverosímil. Su mejor frase: «Es increíble el modo que tiene de despreciar mujeres. Tal vez le falten algún día».
Mis momentos favoritos: la víspera de la llegada de los nazis a París, un momento extrañamente hemingwayano que el cine contemporáneo sin duda habría sabido explotar mejor. La escena en el despacho de Rick, cuando Ilsa confiesa que ha sido incapaz de olvidarle: en ese momento, ella apoya la cabeza en su hombro y pide a Rick que piense por los dos (inconfesable anhelo masculino universal). La banda sonora convierte ese instante en uno de mis momentos cenitales absolutos. El tercero, como no podía ser menos, el desenlace en el aeropuerto: por la habilidad para dar un giro inesperado a los acontecimientos (algo que a estas alturas ya no sorprende a nadie) y por la indudable intensidad dramática, magníficamente escrita, fotografiada e interpretada.
Siempre he pensado que la última frase de la película --Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad-- consuela más a los hombres que a las mujeres. Al menos nos abre la posibilidad de olvidar un amor por medio de aventuras (otro anhelo universal masculino). Ellas apenas pueden preguntarse si Ilsa se arrepentirá, si abandonará a su marido para buscar a Rick cuando acabe la guerra. Son cosas que siempre me he preguntado nada más terminar de verla... Casablanca ya no es un referente, ha perdido vigencia, únicamente conserva un aura académica y popular, del estilo de El nacimiento de una nación (1915), El gran dictador (1940), Psicosis (1962) o 2001: una odisea en el espacio (1968): títulos que a todos les suenan pero que casi nadie ha visto.
El éxito y la influencia de Casablanca demuestran que la humanidad es esencialmente romántica; nuestra innata tendencia a pensar que todo sacrificio valdrá la pena, que siempre hay algo por encima que compensará nuestra renuncia o mitigará nuestro dolor. Es así y no hay remedio...