Vivimos un momento en que la ficción sigue buscando novedades estructurales en el baúl de los recuerdos literarios, en los posos olvidados de la historia de la literatura, donde todo ha sido inventado ya y solo queda revisitar, reinterpretar o ejecutar cualquier otra acción cuyo verbo comience con el prefijo re, pues como afirmaba Vila-Matas en una entrevista reciente: “en literatura no hay progreso, solo repetición”. Debido a ello, nunca está de más volver sobre los clásicos y analizar algunos aspectos, como, en este caso, la transmigración de géneros a la que el lector asiste durante el proceso de lectura de Moby Dick.
Aunque en un inicio la novela se presentaba como un libro de aventuras, Melville, siguiendo los consejos de Hawthorne, decidió imprimir en él un tono más metafísico, una línea de pensamiento cargada de simbolismo. También decidió elaborar una suerte de ensayo paralelo, bien mezclado con la narración, sobre la industria de las pesquerías ballenas, algo que en su momento fue rechazado y malentendido, contribuyendo así a aumentar la desdicha del autor.Sea como fuere, Melville pretendía escribir un gran libro, y para ello debía elegir un gran tema. Así que abordó un campo que conocía muy bien; la industria ballenera. Los capítulos dedicados a la anatomía, el comportamiento o los hábitos de la ballena, lejos de funcionar como un ensayo paralelo, representan la ambientación de la cosmogonía simbólica y marina que Melville crea para expresar su gran idea: el mundo como océano. Moby Dick como monstruo creador y destructor, como ente que da sentido a la existencia de los demás. El capitán Ahab como justiciero y redentor cuyo único fin estriba en dar caza al mal y salvar así a todos los hombres. Un panegírico marino con referencias cristianas, como Jonás, o paganas, como Mefistófeles. Toda una constelación donde la vida se crea y se destruye bajo las órdenes de un Dios desconocido, bajo los caprichos de una voz narrativa encarnada por un tal Ismael, único superviviente del naufragio. Pero veamos, Melville no es solo el creador de una obra total que trasciende géneros y épocas y nos resume la historia del ser humano y sus creencias, supone también una gran innovación técnica a nivel compositivo. A este respecto, paso a citar unas líneas de Jorge Volpi que hablan de la mutación de los géneros: Frente a la plaga que representan las novelas de género, es posible distinguir una mutación de la novela artística que empieza a gozar de gran vitalidad: se trata de la simbiosis entre la novela y el ensayo. Si bien el origen de estas obras puede rastrearse hasta el siglo XVIII, fue gracias a Thomas Mann, Robert Musil y Hermann Broch que alcanzó una cumbre definitiva. A su sombra, una pléyade de escritores en todas partes del mundo ha prolongado sus enseñanzas, mezclando novela y ensayo de las formas más variadas: pensemos en Sebald, Marías, Magris, Del Paso, Vila-Matas o Pitol. Todos ellos han experimentado distintas variedades de esta mutación, a veces por medio de largos pasajes ensayísticos en el interior de sus novelas, a veces con ensayos narrativos o verdaderos híbridos. Queda patente pues que la novela representa un proceso de búsqueda, no un hallazgo. Afirmaba Javier Cercas en una entrevista concedida a El Cultural que “la mezcla de géneros es consustancial a la novela; así inventó el género Cervantes: como un género de géneros, donde todos los géneros tienen cabida”. Por lo tanto, la estructura diseñada por Melville en 1851 no era tanto un híbrido como una obra construida gracias al uso de todas las potencialidades que ofrece el género novelístico. Los capítulos que Melville le dedica a la ballena son parte de la narración. Un ejemplo: en el capítulo titulado “La gloria y el honor de las pesquerías de ballenas”, Melville hace un repaso histórico de la caza de la ballena y se retrotrae hasta la antigua Grecia, hacia su mitología, más bien: “El noble Perseo, un hijo de Zeus, fue el primer ballenero”, llega a aseverar. Y repasa también la Biblia, desmontando el mito de San Jorge y el dragón y sustituyendo a éste por una ballena. En el siguiente capítulo, profundiza en Jonás e incluso en el Antiguo Egipto, equiparando así al leviatán, y su importancia en el desarrollo de la civilización, con el alfa y el omega; el principio y final de todas las cosas, un patrón que recorre la novela y que plantea y responde cuestiones ancestrales sobre la civilización occidental. También hay capítulos, como “La cabeza de la ballena común. Examen comparativo” o “La cuerda del mono” en los que se desgranan aspectos técnicos de los barcos o de la anatomía animal o de la técnica pesquera en sí. En ellos también observamos una fuerte carga simbólica que conduce a la reflexión y ayuda a componer el palimpsesto escatológico. Moby Dick constituye en definitiva una obra total que, aun combinando géneros, no huye jamás de la narrativa ni hace distinción alguna entre la narración propiamente dicha, los apuntes técnicos o los relatos intercalados al modo de Las mil y una noches. Como sucediera en su momento con otras grandes obras de la literatura, la trascendencia de Moby Dick no fue comprendida en su época, puesto que se trataba de una innovación colosal; una suerte de ensayo escondido; una especie de evolución prosaica de los textos de Montaigne, una novela que, como El Quijote, necesitaría varias décadas, o incluso varias centurias, para ser absorbida como merece; como parte del proceso evolutivo de la civilización.