Cuando uno imagina la conciliación laboral y familiar le viene a la cabeza una madre dentista con melena abundante y camisa almidonada, que sale de su consulta repartiendo sonrisas blanquísimas a diestro y siniestro para llegar con tiempo de sobra a recoger a sus niños lustrosos del colegio. Tras columpiarse un rato a cámara lenta en un parque de un verde sobrenatural se van a casa paseando para charlar amenamente mientras meriendan fruta de temporada. Momento justo en el que el padre de ocupación indefinida y perfil apolíneo aparece con el maletín por la puerta para darle un cariñoso beso por detrás a la madre que ya ha empezado a hacer los deberes del mayor haciendo gala de su paciencia infinita. El padre ayuda al pequeño con su proyecto de ciencia y tecnología y luego hace la cena para demostrar que es un hombre de su tiempo. Tras el cuento de rigor arropan a sus criaturas en la cama y se hacen un ovillo en el sofá de Ikea cada uno con su Ipad mini.
En casa tigre la conciliación es más de tragicomedia que de anuncio de cereales. Nuestra conciliación no es una división perfecta y equilibrada de los recursos escasos que son nuestro tiempo y nuestra energía sino un batiburrillo imperfecto de tareas superpuestas para desesperación de propios y ajenos. Lo nuestro es conciliación extrema y entraña más peligro que cualquier deporte de alto riesgo. A mí las sonrisas profident me cuestan sangre, sudor y lágrimas. Yo no tengo un trabajo antiséptico y perfectamente delimitado. Ni una consulta preciosa a la que ir para disfrutar de un merecido silencio. A las niñas nos las sueltan del colegio a horas intempestivas como las once y media, de la mañana, con una ristra de deberes para ellas y otra para nosotros. No tenemos au-pair caribeña ni matrimonio filipino que nos eche una mano. Y el padre tigre utiliza el maletín roñoso como excusa para poner pies en polvorosa cuando el nivel de decibelios en casa pone en riesgo la integridad de cualquier tímpano.
Yo cuando trabajo, que oscila entre tarde, mal y nunca, lo hago desde casa, en el despacho que tengo en mi dormitorio, con un mínimo de una y un máximo de cuatro niñas compartiendo teclado y quitándome el teléfono de las manos. Combino mis labores de emprendedora con las de dueña y señora de mi lavadora, mi tenderete y mi fregona. Contesto emails mientras cuezo las acelgas y hago conference-calls desde el coche con las cuatro amordazadas a mi vera. Pienso estrategias mientras tiendo cantidades ingentes de ropa diminuta y lo mismo me doy a las finanzas corporativas que a la economía doméstica.
Mi agenda la reparto entre reuniones de trabajo, fiestas de disfraces, cenas corporativas y reuniones de la APA. A mi agenda súmenle la del padre tigre, sus eventos corporativos y sus escapadas laborales y cinegéticas. Añádanle un virus al mes cortesía de las niñas, un cumpleaños semanal, los deberes, las reuniones con inversores, las revisiones médicas, las visitas a dentistas, oculistas y demás personal facultativo, la cena o el viaje de negocios ocasional y, como no, mi querido blog con sus sorteos y sus anti-sorteos, sus concursos y sus maratones tuiteros.
Ahora intenten visualizarme. Olvídense de la camisa almidonada porque seguro que no me ha dado tiempo a plancharla. Apuesten a que voy en vaqueros y con las botas sucias. Sustituyan la melena desfilada por una suerte de matojo mal convertido en coleta. Añádanle a mi look algún escupitajo y un par de mocos en la hombrera. La sonrisa forzada acompáñela de un buen par de ojeras sin corrector. Pónganme un móvil en una mano y un socio al otro lado del aparato, un carrito con bebé suicida en la otra y una niña en la pierna. Del carrito cuelguen unas cuantas bolsas, un paquete maxi de pañales y la última manualidad de La Primera. A La Segunda imagínensela arrastrando los pies y parándose cada dos metros mientras La Primera corre despendolada. Imaginen que La Tercera tiene que hacer pis y La Cuarta tiene hambre.
¿Me ven? Esa soy yo, la viva imagen de la familia moderna. Para servirles.
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