Revista Cultura y Ocio
El frío deshilacha las ramas de los árboles y una cadencia invisible de pájaros ameniza la mañana. El ruido de coches de la carretera cercana hace desvanecerse esta quietud. Yo mismo, apostado en un banco, desentono, no formo parte de la escena, he sido agregado y finjo que me acepta, pero no me pertenece, el paisaje sucede sin que yo lo corrobore o cancele. Estaba ahí anoche y estará después, cuando me levante y acometa la bendita rutina de visitar a mi padre y contarle qué hicimos ayer. Son las palabras las que nos justifican. Las decimos para que conste nuestra fascinación o nuestra perplejidad, también nuestra fragilidad, la constatación a veces hosca de que estamos de paso y que los árboles y los pájaros no nos incumben más allá del momento en que pensamos en ellos. Hoy pienso en Manolo, en su partida, en la triste evidencia de que no está, pero la poesía lo impregna todo y se me ocurre un haiku del que hago apresurado escrutinio en mi cabeza y cuento las sílabas, por ver si se ajustan al patrón y por sentirme milagrosamente vivo y hacer que él también esté por aquí y certifique con un mola los versos recién creados. Eso es lo que hacemos los seres humanos: no irnos del todo, quedarnos jugueteando en la rotunda y hoy gris composición de un paisaje, como una especie de dioses pequeñitos y tutelares. Se muere uno a medias, no hay una fuga absoluta e irrevocable. Así que el día, a pesar de su vocación de otoño y su traje de frío y de lluvia, mola. Lo de molar es suyo. Él reescribió ese verbo sencillo, en apariencia, ya divino.