Revista Cultura y Ocio

'Molloy', de Samuel Beckett

Publicado el 12 mayo 2011 por José Angel Barrueco

Molloy, de Samuel Beckett
Me ha fascinado Molly. Pensé siempre, erróneamente, que me aburriría. Nada más lejos. La narración me ha absorbido. El estudio de los estados mentales de la locura es asombroso. Esta novela engancha y arrastra al lector. El libro se compone de dos monólogos: el de Molloy y el de Jacques Moran. Molloy quiere visitar a su madre, pero no lo consigue: siempre se topa con alguien. Lleva muletas, una bici, un sombrero… son algunos de sus rasgos de identidad, de la poca que le queda. Nunca está seguro de nada. A menudo deja a medias lo que iba a contar. Su memoria se diluye, pierde trozos por el camino. A Moran le encargan buscar al primero. Jacques es un tipo hosco, malhumorado, tiene un hijo y una sirvienta y los trata con malos modos. Su búsqueda se vuelve más difícil y paranoica de lo que él pensaba (y de esas vicisitudes ha tomado Paul Auster el modelo para muchos de sus personajes). Éstas son las premisas de cada monólogo. Se trata de personajes moribundos, solitarios, acabados, que no disciernen con certeza cuanto les ocurre, que han separado el cuerpo de la mente. No quiero contar más para no reventarle al lector las sorpresas. Veamos cómo comienzan las dos narraciones:
Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué. En una ambulancia, en todo caso en un vehículo. Me ayudaron. Yo solo no habría llegado nunca. Quizás estoy aquí gracias a este hombre que viene cada semana. Aunque él lo niega. Me da un poco de dinero y se lleva los papeles. Tantos papeles, tanto dinero. Sí, ahora vuelvo a trabajar, un poco como antes, sólo que ya no me acuerdo de cómo se trabaja. Tampoco parece que eso tenga mucha importancia. A mí lo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme de una vez. No me dejan.
**
Es medianoche. La lluvia azota los cristales. Estoy tranquilo. Todo duerme. Sin embargo, me levanto y voy a mi despacho. No tengo sueño. Mi lámpara me ilumina nítida y suavemente. La tengo regulada. Durará hasta que se haga de día. Oigo al gran duque. ¡Qué terrible grito de guerra! Antes lo escuchaba impasible. Mi hijo duerme. Que siga durmiendo. También para él llegará una noche en la que le sea imposible dormir y se siente ante su mesa de trabajo. Para entonces yo ya estaré olvidado. 
[Traducción de Pere Gimferrer]


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