Revista Opinión
No seamos ingenuos. Ya lo dijo recientemente Felipe González: hay que hacer políticas de consenso. No porque sean más justas o ideológicamente más coherentes, sino porque arañan un espectro electoral inestable para las formaciones tradicionales. La realpolitik anglosajona -Blair dixit- es el futuro. Monago lo sabe y actúa en consecuencia. Ni siquiera es creíble el guión de hijo díscolo, azote de Moncloa. El Ejecutivo desea como ninguno regresar, después de su cruenta sangría de derechos, a un tímido centrismo benefactor; eso sí, siempre que la agenda presupuestaria que marca Europa lo permita. La defensa del Estado social es impostada, no lo duden. La reducción del IRPF prometida por Monago es una medida que se notará poco en la economía familiar, pero que aporta incluso antes de ser llevada a cabo grandes beneficios políticos; resucita electorado disperso y recupera el mito de la identidad regional frente a las imposiciones de Madrid. Ya desde sus inicios tenía claro el presidente del Gobierno de Extremadura que debía desideologizar su narrativa e introducir en momentos calculados happenings pirotécnicos con los que asegurar su imagen de gestor eficaz. Medidas caracterizadas por un mínimo impacto en la redistribución de la renta, pero de un óptimo rédito político. Incluso aquellas medidas que vienen aderezadas de sustrato moralizante, tan solo son maniobras de cálculo presupuestario que no reducen a pie de calle la fractura social. Sin embargo, no puede respirar aliviado el votante progresista, pensando que es patrimonio del PP este recurso dramatúrgico. El PSOE recurre con igual prestancia a esta tibieza, en busca del nicho electoral perdido, compuesto principalmente de una clase media hasta ahora blindada contra el desamparo, a la que se le debe ofrecer esperanza, pero sin cabrear a los mercados.Es el sino de la política pos ideológica, acelerada por la disensión social que ha detonado la crisis económica, que obliga al bloque bipartidista a reiniciarse. Esta actualización de narrativas afecta de manera negativa a los socialistas, quienes no pueden prescindir de su discurso ideológico -pese a no discrepar mucho del PP respecto al trasunto financiero-, mientras que la derecha española se ha adaptado con más facilidad a este sincretismo estratégico, debido a la mayor fidelidad de su electoral tradicional y la huida calculada del debate ideológico, para definirse a sí mismos como meros gestores públicos, defensores del sentido común. Una argucia falaz, que aplican según venga el viento, pero que sigue escondiendo un fuerte sesgo conservador, no solo en lo referente a políticas económicas, sino cuando el debate se traslada al plano religioso o moral. Monago ejemplifica la política que nos espera, impostada, teatral, que ya no mitifica el discurso, sino del dato, travestiéndolo a mayor gloria del poder. Las fronteras del credo ideológico se vuelven difusas, alimentando esta inquietante estrategia de fidelización. No es consecuencia solo de una dinámica política, también la ciudadanía alimentamos este tibieza cuando uniformamos el trasunto político bajo el prisma reduccionista del mito del buen gestor como desahogo a nuestra indignación. En tiempos de incertidumbre, esperamos de la política que solucione problemas perentorios, desatendiendo la base moral que debe sostener toda acción política, aceptando el placebo como refugio provisional. A merced de tibios o reaccionarios, gerentes o salvapatrias.