Revista Viajes
Entrada a la Abadía Monasterio por el patio de la Secuoya.
Fue ya en el Monasterio de Santo Domingo de Silos donde aconsejé a mi corazón buscar sosiego. Me recibe un monje de rostro feliz y entusiasmado ánimo, algo así debe indicar la Regla de San Benito; llegué a temer que me entregara las llaves de mi nueva habitación con la rodilla postrada en tierra mientras me lavaba los pies fatigados por la dureza del camino; por fortuna, solamente me acompañó solícito por pasillos, claustros y escaleras hasta mi habitación, tampoco venía fatigado del camino que había realizado en coche, parando como tengo dicho en todos los pueblos que me encontré desde Lerma. Lo que sí hizo fue mostrarme de inmediato el modo de llegar desde la habitación asignada hasta la iglesia.
La Virgen de Marzo centró mi mirada. En el ángulo del claustro que conduce a la iglesia, una grandiosa escultura románica theotokos, María que es madre es además el trono donde se apoya Jesucristo que bendice al mundo.El Monasterio es silencioso y sosegado…seguramente así deben empezar estas narraciones de monasterios medievales, ¿de qué otro modo pueden comenzar? Tal vez debiera iniciar la escritura: el sol de la tarde recién estrenada iluminaba de mística claridad el empedrado pasillo del claustro del siglo doce con el sigilo del corazón sosegado asomando por los poros del alma… Podría también comenzar: Traspasé la puerta de madera, los siglos del románico me cercaron en su armoniosa luminosidad de silencio y sosiego; de inmediato mis ojos se clavaron en la solemne imagen de la Virgen de Marzo y después en el ciprés del ajardinado interior del patio…
El coche había quedado aparcado en la huerta del Monasterio, entre los floridos manzanos y los muy cuidados surcos de verdura. Me parecía hasta ese momento que yo conducía un viejo coche de más de quince años, y en un instante me vi rodeado del silencioso recogimiento de hace ochocientos años. El coche y aún la actualidad toda de mi mundo pareció alejarse en una inmensidad sin existencia; inmóvil frente a las ramas de los manzanos cerré los ojos y acompañé al espíritu hasta las edades pasadas donde el tiempo y la distancia se medían entre la salida del sol y el ocaso, entre la temporada de las lluvias y el momento de la siega.
El claustro de Santo Domingo de Silos ha recibido numerosas visitas ilustres que han dejado escritos sobre su paso llevados por la admiración, también Gerardo Diego escribió “al ciprés de Silos”.
El canto de vísperas a las siete de la tarde me transportó a las alturas celestes. Veintitrés voces cantando gregoriano, veintitrés que parecen una misma, una sola voz de alabanza suena armoniosa en el conjunto del templo. Música que para quienes estamos en la nave de los fieles puede ser una profunda participación en la fe de los monjes y de muchas personas, puede ser una belleza armoniosa, una melodía confortable, una sublime expresión de arte. En cualquier caso, el canto de vísperas a las siete de la tarde, resulta una hora de sosiego y calma para recomponer el espíritu quebrado por la vida.
En estos encerrados huertos se asoma la libertad.
Para mí la PAZ del Monasterio de Santo Domingo de Silos, para mí su nombrado claustro con las estrellas de la noche como compañeras de paseo, para mí ocho siglos de rezos cantados, para mí se llena de vida la piedra aprendida en tantos libros y fotografías, para mí la quietud extendida por la tierra desde el silencioso claustro de Silos.
La noche susurra libertad en estos encerrados huertos, en estos antiquísimos muros, inmortales ya porque han dado a la tierra un idioma nuevo que nació para comunicarse más sencillamente con las personas de palabras iniciales, para comunicarse con el eterno desde un sentimiento de eternidad.
Javier Agra.