La paz está en las matemáticas.
Resulta curioso como un deporte tan extremadamente aburrido como el béisbol (ya pueden ir pasando todos sus exaltados seguidores para llamarme paleto) pueda llegar a dar tanto juego en Hollywood. Suma y sigue: El mejor, Campo de sueños, Los búfalos de Durham, Entre el amor y el juego, Ellas dan el golpe, Una mujer en la liga, Hardball, Fanático, Los calientabanquillos, Mr. Baseball, Ángeles, El orgullo de los yanquis, The rookie o Amor en juego. Pueden ir completando la lista si así lo desean. Ahora nos llega Moneyball, una nueva película ambientada en el béisbol pero que, no obstante, todo el mundo parece muy empeñado en querer remarcar el hecho de que el deporte solo es el escenario y que lo verdaderamente importante es el mensaje que se esconde entre líneas, así como las relaciones entre sus personajes (lo leerán en un gran número de críticas sobre el film). Francamente no entiendo por qué se esfuerzan tanto en remarcarlo como punto diferenciador si la gran mayoría de las películas sobre béisbol, e incluso me atrevería a decir deportivas, acaban cumpliendo dicha norma.
Además la película está basada en hechos reales y, no me negarán, que eso siempre luce de forma espectacular en la publicidad de un film. Así pues, estamos frente a una película deportiva, en la que el deporte propiamente no es lo más importante, y basada en hechos reales. ¿Qué le podría faltar a la película para acabar de hacerla un poco más atractiva? Efectivamente, un montón de nominaciones a los Oscar. Exactamente seis, incluyendo mejor película, actor principal y guión adaptado. ¿Se merece Moneyball estar entre las candidatas a mejor película del año? Seguro que si, no obstante, no deja de resultar hasta cierto punto curioso que este sea el tercer año consecutivo que entre las finalistas se encuentre una cinta deportiva basada en hechos reales, después de The blind side, en 2009, y The fighter, en 2010, (y sin contar Invictus, también en 2009, con dos nominaciones más).
El protagonista de la peli es el director general de un equipo de béisbol de los llamados de la mitad de la tabla. El hombre se toma muy a pecho su profesión y está harto de no poder vencer a equipos con un mayor poder económico que el suyo. Para colmo, cuando consigue tener algún buen jugador lo que termina sucediendo es que los equipos grandes lo acaban fichando con contratos que el tipo no puede igualar. Cansado de la situación, decidirá contratar a un nuevo directivo con una idea revolucionaria sobre el juego: utilizar fórmulas matemáticas para realizar el equipo para la próxima temporada. De este modo empezarán a realizar fichajes que los entendidos en la materia no lograrán comprender, con jugadores descartados por la mayoría del resto de equipos. No hace falta decir que se pondrán en contra a un gran número de personas, incluido el propio entrenador del equipo, incapaces de asimilar qué está sucediendo. A partir de ese momento la carrera de ambos directivos también estarán en juego, dependiendo de los resultados del equipo.
No deja de resultar curioso el término “basado en hechos reales”. Por ejemplo, en cuanto a Moneyball, de los dos protagonistas de la película, uno es inventado. El real está interpretado un Brad Pitt, más contenido y menos fanfarrón de lo habitual. Está claro que el hombre se empieza a tomar muy en serio su carrera y parece como si no acabara de digerir del todo bien el hecho de que el único Oscar que se puede encontrar en su casa sea el de su señora. El inventado está interpretado por un Jonah Hill al que estábamos acostumbrados a ver en papeles de esos de hacer más el ganso (Supersalidos, Lío Embarazoso o Todo sobre mi desmadre). Ambos están tremendamente rígidos durante toda la película, rozando por momentos la incomodidad (menos cuando Pitt se cabrea, que se cabrea muy bien). Entre los secundarios encontrarán a los muy desaprovechados Philip Seymour Hoffman, como el entrenador; y a Robin Wright Penn, como la ex.
El director de la peli es Bennett Miller (Truman Capote); y en el guión encontramos a la gallina de los huevos de oro del momento: Aaron Sorkin, creador de la serie El ala oeste de la Casa Blanca y que el año pasado se llevó el Oscar por el guión de La red social. Si se lo encuentran un día por la calle y llevan encima un boleto de la lotería no duden en restregárselo por su chepa, les traerá suerte.
La película empieza, como empiezan las buenas historias: con una derrota. A partir de ese momento toca remontar el vuelo y toca hacerlo de forma distinta a como lo has llevado haciendo todo este tiempo y distinta a como lo llevan haciendo el resto de tus adversarios: toca innovar, hacer algo nuevo y, si puede ser con un punto de locura y riesgo, mejor que mejor. En ese sentido la película se siente cómoda en su tramo inicial, cuando el prota conoce a su ayudante y juntos dan forma al proyecto que tienen entre manos, mientras el resto de personajes van diciendo que no con la cabeza y ellos dos van diciendo que si una y otra vez con el mayor argumento favorable que existe en el mundo del deporte: por mis cojones. Pero, francamente, no creo que la película termine dando como para dos horas y cuarto de metraje y la segunda parte de la cinta termina haciéndose algo larga, repetitiva y, lo que es peor, predecible. Además creo que la historia no termina de sacar todo el partido posible a algunos personajes secundarios como el entrenador del equipo (que se limita a refunfuñar de forma constante) y la familia del prota (su ex y su hija de la que sabemos que le gusta componer canciones y tocar la guitarra).
Resumiendo: Correcta película, muy interesante en su tramo inicial, pero que, no obstante, no consigue perdurar en el espectador y termina resultando ser de rápida digestión y olvido.