Dentro de la corriente de los first person walkers recibimos a Mono no aware (Daisuke Fuyioka, 2014) con los brazos abiertos: los anteriores trabajos del autor trasladando el costumbrismo japonés al videojuego, con Omiyage (Daisuke Fuyioka, 2013) tratando el verano, las vacaciones y la elegancia del regalo y el aún más peculiar Osoji (Daisuke Fuyioka, 2010), que trataba la muy espiritual y purificadora limpieza a fondo de la casa, nos indicaron la presencia de un desarrollador indie japonés muy a tener en cuenta.
Mono no aware nos coloca en la época Edo, la época en la que el samurái no conocía aún el deshonroso trabuco importado por portugueses y holandeses, la época en la que el samurái era el individuo feudal, el átomo del estricto sistema jerárquico japonés.
El escenario es un pequeño pueblo llamado Shinsezou, rodeado de montañas y con un pequeño acceso al mar. Podremos desfilar por el pueblecito contemplando las ocupaciones de sus habitantes, las pintadas naturales que lo adornan, y podremos también interactuar e ir resolviendo pequeñas tareas. El juego se regodea en el preciosismo tridimensional ya habitual en este género, en esas exigencias visuales que, como el reciente The Vanishing of Ethan Carter (The Astronauts, 2014), produce gimoteos gráficos en los ordenadores adquiridos hace tres o cuatro años.
Quizá un poquito más profundo que un first personal walker de libro el juego nos propone ir haciendo trabajos, permitiéndonos siempre movernos de aquí a allá explorando los límites y las posibilidades del poblacho.
Por ejemplo tenemos la Casa de Arte, que contiene varias habitaciones en las cuales podemos encontrar a varios artistas dando rienda suelta a su talento, como en la habitación de la danza donde podremos conversar con un bailarín sobre baile -por ejemplo sobre Nihon Buyo o danza tradicional; una de las tareas será encontrar su flauta perdida-, la habitación del teatro donde podremos hablar con el actor sobre kabuki o noh, y hasta la habitación del origami, donde según vayamos teniendo mayor habilidad podremos ir creando formas de papel cada vez más complicadas gracias a un minijuego que exige precisión y que en su mayor nivel de dificultad nos propondrá elaborar las Mil Grullas.
Por la calle veremos a un niño correteando al que solo podremos coger con suerte -aquí se respeta la máxima de que el samurái de honor solo corre en combate, en emergencias o en juegos que hoy podríamos insertar dentro del rango de las pruebas atléticas- para descubrir que ha perdido uno de sus juguetes: un denden daiko -o tambor- que será bastante difícil de encontrar. La faceta infantil está bastante presente en el juego, y en nuestra casa podremos ayudar a preparar un obento -una caja con comida para llevar, dispuesta de manera que se asemeje a formas y seres, piense el lector en abrir un tupper y descubrir que la comida tiene forma de gato- para el niño de la casa.
Un detalle atractivo está presente en las entradas de las casas, donde tendremos que quitarnos siempre los zapatos, y mucho ojo que al no tener nosotros costumbre en nuestro alborotado mundo occidental ya que muchas veces caeremos en el olvido sufriendo una penalización en nuestra barra de etiqueta.
Porque el punto menos contemplativo del juego reside en esas barras que veremos arriba a la izquierda de la pantalla, con nombres como etiqueta, bienestar o contemplación, que irán modificándose según lo que vayamos haciendo: si nos acercamos al mar y nos quedamos quietos veremos cómo muy lentamente se irá llenando la barra de contemplación, si ayudamos a encontrar el tambor del niño que corretea aumentará la barra de bienestar, si olvidamos quitarnos los zapatos al entrar en las casa se reducirá nuestra barra de etiqueta.
Uno de los sitios que contribuye a aumentar nuestra barra de contemplación -que igual está mal traducida al inglés y debería ser algo más cercano a espiritualidad- es el santuario. En él podremos quedarnos quietos oyendo las plegarias de los monjes pero también escribir nuestro kiganbun o carta a los dioses mencionando su bondad. También podremos lavarnos manos y boca en la entrada para limpiarnos física y mentalmente o quedarnos juntos a los árboles para ver cómo cada rato cae una pequeña hoja rosada, en representación al amor que siente el japonés por el florecimiento del cerezo.
Mono no aware, por proponer un lienzo sobre Japón, nos ilumina, sutil como la hoja que se mece al viento, sobre tradiciones y etiqueta, como cuando vemos a los comensales en los establecimientos de comida compartiendo alimentos acercándose los cuencos unos a otros, sin usar los palillos para trasladarlos, acción reservada para rituales funerarios. Otro de los innumerables detalles del juego lo tenemos en el uso de nuestra catana. Si bien el juego no permitirá que manejemos escenas de combate sí es posible que se den situaciones violentas, como cuando respondemos mal al ronin borracho o la hostilidad de ciertas escenas acaba yendo más. Algunas de nuestras tareas consisten en ir resolviendo conflictos -a priori de manera diplomática- en algunas casas. En la entrada de éstas -recuerde el lector quitarse los zapatos- podremos elegir también qué hacer con nuestra catana. Si la casa nos es familiar podremos depositar nuestra catana en la entrada, si hay mucha confianza pero no total podremos dejar la catana a nuestra derecha. Si el encuentro es poco amigable lo haremos a nuestra izquierda -favoreciendo un desenvainado exprés para nuestro diestro protagonista- e incluso, ya adentrándose en el terreno de lo descortés, dejando la catana desnuda, tal cual, muy cerca nuestra, en un ejemplo de grosería rayano en lo agresivo.
Es al final del día cuando el pequeño reloj dispuesto arriba a la derecha, cuyas horas parecen no variar pero lo hacen pasadas tres o cuatro horas de juego, comienza a parpadear, propulsando la aparición de un indicador que nos guía hacia nuestra casa. Y es aquí donde el juego nos muestra el as que se guardaba bajo la manga: vamos a morir. Nuestro samurái ha decidido cometer seppuku por motivos que desconocemos, y afloran ahora los detalles anteriores: las conversaciones con nuestro hijo, las nebulosas charlas de futuro con nuestra esposa; nuestro destino estaba acordado. Nuestro samurái elaborará unos haiku de despedida -¿recuerda el lector los haikus de Shogun Total War (The Creative Assembly, 2000) cuando moría un familiar?- y elegirá su último quimono. Aquí el juego muestra el resultado de nuestras acciones diarias: si nos hemos portado bien en la Casa del Arte vendrá una persona para aconsejarnos sobre el quimono que debemos elegir -el arte de elegir quimono o kitsuke como otra muesca del infinito muestrario de costumbres patrias-, si hemos logrado rebajar la tensión en nuestros asuntos pendientes es posible que se acerque alguno de nuestros rivales a despedirse.
Tras la ceremonia de seppuku, de la que se ve poco, unos haikus de despedida van tiñendo la pantalla de negro. Dichos haikus dependen del estado final de nuestras barras, más lúgubres si nos ha dado por ser unos desagradecidos salvajes, henchidos de honor si hemos respetado la figura del samurái.
Mono no aware es un fiel reflejo de la personalidad japonesa, amante de lo natural, lo irregular, lo caduco, lo insinuante, lo sutil. El jugador que desconozca Japón se deleitará con las costumbres más socorridas y comentadas en este nuestro Occidente; el que conozca cositas, como servidor, encontrará placer en algunos pequeños detalles -los teru-teru bozu o amuletos contra la lluvia dispuestos en algunas casas-, y el experto no quiero ni imaginar lo que encontrará.
Ojalá visitar Japón alguna vez. Mientras tanto tendremos que conformarnos con ir a un restaurante japonés en la población en la que residamos, jugar a juegos que logren transportarnos a la tierra del arroz esperanzados con que, al menos, juegos como el que he imaginado hoy puedan existir.
La entrada Mono no aware es 100% producto Deus Ex Machina.