Al poco de empezar Monos, cuando aún se mueve en un estado casi onírico en el que no sabemos si estamos viendo un campamento adolescente, unas prácticas de guerra o algo que aún no logramos ubicar, el comandante presenta una vaca lechera y la llama “Chakira”. Entonces parecen abrirse las nubes y piensas “Ah, claro. Es una comedia a su manera”. Nada más lejos de la realidad: fuera de esta concesión al humor, la película no permite que vuelvas a sonreír, escondiendo la brutalidad de lo que está ocurriendo con unos planos absolutamente impresionantes situados en la naturaleza de Colombia.
En Monos, Alejandro Landes ha construido una guerra no situada en ningún momento y a la vez en todos: no sabemos contra quién luchan, por qué o si terminará. Solo sabemos que una milicia adolescente tiene retenida a una científica americana y debe vigilarla para que no escape. Hay mucho de juego infantil en Monos, pero también de El señor de las moscas. Son una pandilla de niños que se han puesto motes (Lady, Perro, Rambo, Pitufo) y están perdiendo a pasos agigantados la brújula moral de su vida.
Durante los 100 minutos de su metraje, los Monos pasarán de ser niños disfrazados con trajes militares a renegados de guerra, de preocuparles la muerte de una vaca a banalizar la propia vida humana y de incurrir en castigos infantiles a castigar duramente al que levante la voz. La progresión dramática está llevada de una manera coherente y en la que cada uno de los personajes tiene algo que decir: los hay que quieren ser adultos muy rápido, los hay que no soportan lo que está pasando, los hay que solo quieren salir de allí lo antes posible. Como en cualquier guerra, pero con menos edad.
Monos impresiona con los planos de nubes en las montañas de Colombia, de la naturaleza desierta que nos muestra cómo estos niños forman una milicia perdida en ninguna parte como miembros de una guerra que quizá no exista. Y aunque en este ambiente se podría haber optado por una historia más interesante, no es menos cierto que se siente verdadera, hecha con cariño y poniendo el foco en la ausencia de una familia, en la necesidad de cariño (y sexo) adolescente y en las relaciones interpersonales de estos personajes, que ni siquiera son personas hechas y derechas y ya tienen responsabilidades que no deberían tener, armados hasta los dientes.
Esta falta de concreción le da a la película un halo de cuento de hadas macabro, de historia para niños ambientada en mitad de un combate y en el que solo algunos, quizá, podrán conseguir el final feliz que están buscando. Y precisamente por esta virtud la película puede mostrar, sin incidir en ello, el absurdo de todas las guerras: si un grupo de niños arrebatados de sus familias tienen que batallar por unos intereses que ni siquiera conocen y mantener secuestrada a una persona más como un juego que otra cosa, hemos fallado como sociedad.
Aunque la intención del director es que pueda entenderse y hacer reflexionar sin importar tu grado de conocimiento sobre su país de origen, es cierto que en Colombia la película significa algo más: el conflicto interno existe desde hace 60 años sin que parezca haber un final cercano y las bajas ya pasan del millón. Diversos grupos militarizaron niños a lo largo de las décadas y siguen haciéndolo, sin saber el bando en el que están ni por qué atacan. Monos muestra este absurdo y denuncia la situación mostrando cómo los niños, incluso en esta situación, no saben ni pueden dejar de ser niños. Desde la perspectiva europea actual nunca sabremos el poder que el cine puede tener un país asolado por una guerra de la que apenas se habla.
Monos es una película sobre la pérdida de la inocencia, la necesidad de pertenencia a un grupo, la brutalidad cuando se tiene carta blanca, la absurdez de la guerra y la posibilidad de encontrar una flor en medio de un campo minado. Una de las obras más especiales, personales y vitales que vais a encontrar este año. No os la podéis perder.
Monos (Alejandro Landes, 2019)
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