Revista Cultura y Ocio
No viajo sola. De mis hombros va siempre colgando una criatura pesada. A veces me acostumbro a llevarla y olvido que está ahí, pero otras veces la noto y me asfixia, me encorva, me susurra constantemente al oído hasta que la jaqueca me vence.
Antes yo y ella estábamos tan unidas que desconocía que no éramos el mismo ser. Cuando me percaté de su presencia, sentí esas ganas irrefrenables de quitármela de encima, así como la impotencia por tenerla fusionada a mí. Poco a poco, inicié un proceso de identificación: aquí acabo yo y aquí empieza ella. Y entonces me miré la espalda al espejo y la vi.
Era una criatura de un cuarto de mi tamaño, pero el doble de pesada. No tenía pies, puesto que no necesitaba caminar. Sin embargo, sus garras me rodeaban el cuello (arañándomelo de vez en cuando) y sus brazos se aferraban a mi torso en una postura algo antinatural. Pero sin duda lo peor de todo era su cara. Sigo horrorizándome al recordarla todavía... puesto que era un reflejo de la mía.
De noche el monstruo suele colarse en mis sueños, controlándolo todo. De día me distrae, intenta decirme cosas en una voz monótona y constante, haciéndome dudar de si se trata de él o del hilo de mis pensamientos. Me hace volver a creer que somos uno. Hace que vuelva a ser dependiente, perturbada, pequeña, pesada, vulnerable, ridícula, insegura, fría, cortante... Hace que me crea él.
Y a veces, dudo de si yo soy el monstruo o la criatura que se aferra desesperadamente a alguien.