Tan sencilla como anónima, la vida del pintor naif georgiano Niko Pirosmanashvili, se antoja difícil que pueda servir como ejemplo de gran cosa y menos en esta época nuestra donde todo tiene un precio y si no lo tiene, es que no sirve para nada.
La película "Pirosmani" de 1969, segunda tentativa de su compatriota Georgiy Shengelaya (o Giorgi Shengelaia, como parece más extendido) por impresionar en sus fotogramas la atracción que sentía por este artista, tras un documental de principios de década - de muy ardua localización -, es también sumamente sobria y modesta, con pocos e intensos colores arañados a un fondo negro, como algunos de sus mejores óleos, esmaltada por una colección de radicales elipsis e impermeable a todo efecto melodramático conocido.
Lo que en otros films contemporáneos del suyo queda reducido a ambientes asfixiantes y una colección de gestos excéntricos en busca de aire para respirar, refulge, esencial, en "Pirosmani" como pocas veces se vio en esas latitudes. Lo que en una mayoría de esas películas suele resultar una acumulación de elementos que no invitan a compartir otra cosa que una autopsia para tratar de saber más sobre el ensimismado cine de la Europa del Este y su inacabable "distopía hecha presente", en "Pirosmani" es universal e intemporal.
Por muchas veces que se visite el film y sobre todo cuando ha pasado un largo tiempo desde la última vez, es lógico pensar que no sucede realmente nada entre su prólogo y su epílogo, como nada aconteció en la vida de Pirosmani, que tuvo pero no tuvo familia, amigos o trabajo. Los tableaux vivants que la componen son acaso una bella sucesión de contradiccines frente a los dos pasajes del Nuevo Testamento que la abren y la cierran y que consagran la ejemplaridad más vociferada y menos practicada que la humanidad ha conocido.
Efectivamente no fue el camino de Pirosmani el de un santo, a pesar de su desprecio a las riquezas y su tendencia a tomar siempre lo que querían darle sin pedir nada a cambio. Un ascético, quizás, pero sin mensaje, un hombre dado a la bebida, solitario, con la pobreza de no sé cuántos siglos incrustada en la mirada, indescifrable para cuantos se cruzaron en su camino, incluidos nosotros los espectadores, un hombre sin conciencia alguna de su talento para la pintura, que fue uno más de sus oficios, como el comercio o la agricultura y para ninguno creyó servir.
Sin el componente obsesivo del Vincent Van Goh de Maurice Pialat ni el de enajenación de uno de sus pocos "iguales", el Antonio Ligabue de Raffaelle Andreassi, a los que parece respectivamente anunciar y remitirse el film en algún momento, el Pirosmani de Shengelaia es un ejemplo puro de artista providencial, que no invoca a las musas y no desespera al sentirlas marcharse, Si entraba en trance al pintar, a ningún éxtasis llegó y como mejor ejemplo ese plano en que después de que lo encerraran en una habitación para que pinte un gran óleo, aguarda junto a la puerta a que lo dejen salir, desinteresado por el resultado y las opiniones de los demás, vacío, desfallecido si no podía perderse por los caminos y las tabernas de Tiblisi.
A esta pureza se atiene Shengelaia, se debe incluso diría, lo cual le obliga a ir buscándole de cuadro en cuadro, como los dos "críticos" que rastrean su pista, sin que apenas le veamos pintar, envejeciendo para sus adentros y muriendo en dos conmovedores planos silentes, estrictamente el último, digno del Victor Sjöstrom de "Körkarlen" y antes en otro, un contraplano desde lo alto de unas escaleras, también sin palabras, en el que uno de nosotros, un pintor que lo localiza en su covacha, se vuelve para volver a mirarlo, desconcertado al advertir su soledad y que no es dinero ni reconocimiento lo que necesita.