“quemar mi guitarra fue como un sacrificio. Tu sacrificas las cosas que amas. Yo amo mi guitarra”.
Jimi Hendrix
Después de ver Jimi: All by my side (diga lo que diga RS, un olvidable biopic sobre los años del despegue de Jimi Hendrix) me entraron ganas de volver a ver su antológica quema de la “transition” Fiesta Red 1965 Fender Stratocaster, rebautizada a partir de entonces como Monterey Strat, en el Festival Monterey de 1967.

Al parecer, la idea del incendio de la guitarra rondaba la cabeza de Hendrix con insistencia desde hacía un tiempo, en una suerte de acto místico, sensorial y contestatario, muy propio de la era Acuario y el movimiento hippie. Unos meses antes, en marzo del 67, en London Astoria, intentó incendiarla y se llevó unas buenas quemaduras como resultado. Al parecer para junio había perfeccionado su acto, y el domingo 18 los asistentes al Monterey Pop Festival pudieron disfrutar no solo de un Jimi en estado de gracia sino de uno de los pasajes más icónicos de la época dorada del rock (inmortalizado, para suerte de nuestras generaciones, en las fotografías de Jim Marshall y en las imágenes del documental Monterey Pop).

De esa escena, que habré visto una decena de veces, me encantan varias cosas. El ritual, por supuesto, en especial el momento en que Jimi monta la guitarra, o mejor dicho, tiene sexo, lasciva y poderosamente, con ella. Lo otro es el rostro de la muchacha que aparece en el minuto 1:56, esa mezcla de terror, fascinación y sorpresa ante un acto inexplicable y seductor, como si volviéramos a los tiempos tribales en los que la liturgia, el misterio y el fuego devorando la oscuridad controlaban la vida de hombres y mujeres.
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