Revista Cultura y Ocio

Montero Glez: Pistola y cuchillo

Publicado el 16 julio 2014 por David David González

No tengo palabras. Así de claro. Me quedé sin ellas cuando comenté Sed de champán. Me quedé sin ellas después de leer tres veces Pistola y cuchillo. Sin duda, esta novela de Montero Glez es superior a la otra o por decirlo de otro modo: es distinta. El talento narrativo de este tío le permite utilizar cualquier registro. Pero ya digo, como no tengo palabras, por esta vez no me queda otro remedio que recurrir al texto de la contracubierta, cierto y certero en cada palabra:

En Pistola y cuchillo, Montero Glez revive al cantaor José Monge, camino de la muerte. Entramos con el gran artista en la Venta de Vargas, un pequeño templo del flamenco, transfigurado en lugar sagrado, donde Camarón, enfermo y sin resignarse a morir, deberá tomar una de las decisiones más duras de su vida. Pistola y cuchillo es una carrera contra el olvido en la que Montero Glez, con voluntad de prosa, resucita el sabor de los antiguos colmados y del cante flamenco en su expresión más jonda. Diálogos a golpe seco, frases que van a galope y que convierten esta magnífica novela en una obra maestra.
Así es. Obra maestra. Y si no lo es, está muy cerca de serlo. Lo cierto es que no le falta ni una coma ni le sobra un punto. El caso es que, y lo escribo aquí, cuando disponga de algo de pasta tengo pensado irme a San Fernando, Cádiz, a conocer la Venta de Vargas. Y ya te dejo con los tres párrafos del comienzo, debajo de la cubierta, con la fotografía de la mano de Camarón de la Isla,  fotografía de otro grande: Alberto García-Alix:
Montero Glez: Pistola y cuchillo:
A LA ENTRADA DE LA VENTA VARGAS, por donde antes aparcaban los coches, le han puesto una estatua. Dicen que es él, pero no se le parece. Además de no reír tampoco canta y ni siquiera tararea. Por si fuera poco, hay veces que a la estatua le falta algún trozo y sé bien que son gitanos quienes los arrancan para luego venderlos. Surgen de lo oscuro y pegan pellizcos a un bronce que por ley no pertenece a nadie más que a ellos. "Al rico camarón de la bahía, al rico camarón de la bahía", bocean con mucho soniquete. "Al rico camarón de la bahía, lo pesco de noche y lo vendo de día".  Nunca murió del todo. Por lo mismo es fácil imaginar su boca riente, abrirse de golpe al escuchar lo que hacen con la estatua. También es fácil que sin apagar el gesto, encendiera un cigarro y aspirase el humo hondo, muy jondo, hasta alcanzar la llaga donde el diablo escupió su veneno. Es verdad, se agarraba al cigarro como el que se agarra a la vida y teme que, la vida, se le fuese a caer de un momento a otro. Bien puede decirse que lo suyo con el tabaco era algo exagerado. Pongamos que una relación extrema, de las que llegan hasta los últimos fuegos y razón por la que siempre cargaba encima su buena reserva. Alrededor de media docena de cajetillas que repartía con astucia entre los bolsillos de la chaqueta y los del pantalón, así como en los calcetines. Nunca ofrecía.  Esto último siempre me pareció un detalle curioso, uno de esos detalles a tener en cuenta por ser chocante en un hombre desprendido a manos llenas. Por ejemplo, si te veía con fatiga, raro era que no andase dispuesto a prestarte dinero, a pagar con el tiempo y sin apuros; incluso podía dejarte las llaves del coche sin ningún tipo de recaudo, o invitarte a comer, a cenar y encima pagarse las copas; sin embargo, lo del tabaco era sagrado para él. Tanto que nunca ofrecía. Es más, si algún desconocido se arrimaba a pedirle un cigarrillo, entonces la cara le iba de la risa al enfado.
Montero Glez. Pistola y cuchillo. El Aleph Editores, noviembre de 2010. Fotografía de la cubierta: Alberto García-Alix.


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