En su particular manera de llevar a cabo la ímproba tarea de pasar a segundo plano de la actualidad política en aras a un mayor protagonismo del alcaldable socialista y compañero de partido, Juan Espadas, el alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, está que se sale y no da abasto. Y lo que te rondaré morena, con la apretada agenda que tiene por delante.
Además de la creciente proliferación de entrevistas en los medios, hace pocos días una en Diario de Sevilla y hoy otra en El País, Monteseirín ha ejercido de Rey Mago en la cabalgata del Distrito Cerro-Amate, de la mano de su amigo el ínclito Fran Fernández. No está nada mal para comenzar el año.
En cada una de sus intervenciones, el alcalde se muestra sumergido en un arduo ejercicio de reivindicación de su persona en el plano político, reclamando esa incrustación en los anales de la historia de la ciudad que, según él, le corresponde por derecho propio, porque “he hecho muchas cosas”.
Viene siendo reincidente en el discurso de sus últimos días la aparición sorpresiva de la Sevilla negra, como un ogro que se ha opuesto sistemáticamente a su afán por transformar la ciudad tras la imponente resaca de la Expo del 92.
Esa Sevilla oculta que pretende gobernar la ciudad desde las sombras y el oscurantismo y que es la encargada de difundir esa típica imagen de ciudad conservadora y anclada en las tradiciones más ancestrales. Una Sevilla escondida que no lo ha querido nunca, ni lo quiere, como máximo regidor de la ciudad y que se ha opuesto con toda su artillería, que no es poca, a cualquier propuesta que ha emergido de su boca consistorial.
Según sus propias palabras, quienes integran esa ciudad subterránea y conspiradora “lo que vienen a decir es que mi perfil personal no se corresponde con lo que ellos entienden que debe ser un alcalde. Es decir, una persona distante, que no se roza, que no se moja, que no se mete en los charcos, que no se remanga, sino que tiene que mantener el estatus. Lo que algunos sectores esperan del alcalde es que deje hacer, que se encargue de la intendencia, de las cuestiones básicas, pero que la sociedad sevillana sea la que se ocupe de las cuestiones importantes. Un concepto político muy alejado de lo que una persona como yo ha aprendido y cree que debe ser un político: alguien que se implique y que no tenga miedo al desgaste”. Poco deben conocer a este alcalde esos detractores, porque meterse en los charcos se ha metido en todos y no siempre de la mejor manera. De su aventura en algunos de ellos incluso todavía le quedan restos de lodo en las vestimentas.
Pero, sin despojarlo de la razón en cuanto a la existencia de una Sevilla atípica y cateta, una ciudad pacata que pretende eternizarse sobre la nada como sustento y que no es en ningún caso, por mucho que lo pretendan, la representación exclusiva de la sociedad sevillana, el alcalde debería reconocer su error a la hora de afrontar sus embestidas.
Porque las maniobras de esos que quieren la ciudad en exclusiva para unos pocos privilegiados no se detienen y desmontan desde el aislamiento de un despacho y delegando los asuntos de importancia en los allegados. Con esta táctica acaba uno por creerse la realidad que le pone ante sus ojos el valido de turno, pero nunca la verdadera que se vive en las calles.
A esos envites de las sombras sepulcrales se les combate con ciudadanía y para ello es necesario estar al corriente de lo que piensa la gente primero y, después, admitir como normal que puedan discrepar de lo que piensa uno mismo. De no hacerlo así, se corre el riesgo de acabar utilizando los mismos métodos que ellos y que tanto les critica. Es la única manera efectiva de hacer frente a los muros del inmovilismo y no sentirse solo, que es la sensación que a uno le queda tras leer sus manifestaciones.