Causas. Las causas son evidentemente muchas. Hay quien pone el acento en la producción y distribución de las drogas, y piensa que se podría resolver destruyendo los cultivos y/o impidiendo su exportación. Pero si no existiera demanda, no se daría oferta; y ésta, mientras esté presente, conseguirá suscitar respuestas. Hay quien prefiere señalar a la mafia y a los ambientes de mala vida, que tienen una gran responsabilidad en el tema y consiguen con el mercado negro altísimos beneficios; hay quien culpa a la mentalidad individualista y hedonista de nuestros tiempos, que lleva a encerrarse en la intimidad y a pensar en sí mismos, olvidando los problemas sociales, entre otras cosas porque los espacios sociales de participación son cada día más estrechos. El hecho de que no todos los jóvenes lleguen a la droga hay quien lo explica por referencia a la predisposición de algunos, más débiles y enfermos. Otros, finalmente, prefieren culpar a la familia, con frecuencia disgregada y de todas formas no siempre a la altura de las tareas educativas modernas, debido también a que la madre –a la que tradicionalmente le correspondía la misión educativa- ahora trabaja fuera de casa y ya no tiene fuerza psico-física para educar.
Nos parece que la droga interpela sobre todo a una sociedad enferma y a un mundo que necesita cambios profundos. No se trata de enfermedad normal (ni orgánica ni psíquica), sino de socio-patía, porque el joven sufre –quizá inconsciente pero realmente- por la (carente) calidad de vida, que mejora sólo en apariencia, pero que en realidad deja cada vez más insatisfacción a quien quiere contribuir a mejorar la sociedad: el recurso a la droga acaba por entenderse como una huida, si no ya como un lento y progresivo suicidio.
Se puede decir que en la forma de plantearse el problema de las causas del fenómeno, que, posteriormente, es visto por la mentalidad corriente y por la ley como un criminal al que condenar, un enfermo al que curar o una persona normal que utiliza su propia libertad de un modo adecuado (visión libertaria) o equivocado (visión ideológica antipermisiva). El nudo social que es preciso resolver se plantea o como liberalización o como represión.
¿Liberalización o Represión?
La tesis liberalizadora. Fue mantenida por la izquierda al principio, pero sus abanderados están en el área de la cultura más radical. Tiene su lógica y su encanto, además de la buena fe de muchos que la apoyan. Si la droga estuviese en venta en las farmacias o droguerías, no existiría el mercado negro, ni tampoco la necesidad de robar para procurársela, ni la cárcel para los toxicómanos, ni las dosis “alteradas” que matan. Incluso disminuiría el placer de lo prohibido, por lo que los jóvenes dejarían de drogarse. Todo parece simple y consecuente.
A esto se une el coro de los del no; está liderado por los responsables de algunas comunidades de rehabilitación de los toxicodependientes. La tesis liberalizadora es provocadora, absurda y negativamente utópica.
¡Ojalá bastase sólo eso para eliminar el mercado negro y las multinacionales del crimen!
¡Ojalá fuese así de fácil poner la droga en la mesilla del joven y decirle: ahí está, pero no la debes tocar!
Los países que la han liberalizado no han resuelto ningún problema. Los razonamientos son los mismos que se utilizaron en algunos de ellos para introducir la metadona (que es una droga y no un fármaco) y que, en lugar de disminuir el mercado negro de la heroína, llevó a muchos jóvenes a convivir con una droga más, con la ilusión de que era una medicina. La realidad es muy distinta y no hay que mistificarla. El uso de la droga no es bueno por el hecho de que el Estado lo consienta o lo tolere.
La Tesis Represiva. Parece, pues, la vencedora. El mal sería el permisivismo de la sociedad actual. Un gobierno fuerte conseguiría resolver el problema. En este como en otros temas, desde el divorcio al aborto, de la homosexualidad a la eutanasia, el péndulo social pasa fácilmente de la liberalización de la izquierda a la represión de la derecha, invocando además la pena de muerte contra los traficantes o exaltando a las “madres valientes” que denuncian a sus hijos, o a las asociaciones de padres que piden que se interne por la fuerza a los drogadictos en comunidades (que además serían cárceles de serie B).
El no a la liberalización que sostenemos no significa un sí a la represión. Son fáciles estos automatismos simplistas (si no eres capitalista, tienes que ser comunista por fuerza; si rechazas la anarquía es que eres fascista; si no te gusta el fascismo es que eres anarquista), pero son débiles e ilógicos.
La Vía Responsabilizadora. Toda persona humana necesita motivos para vivir; no le basta con el miedo a morir. Los cristianos blasfeman cuando confían en el código penal y en la represión, en lugar de confiar en el evangelio y de dar testimonio y vivir su alegría. No represión, pues, sino responsabilización, educación, confianza, prevención. Nuestra educación es a menudo formalista y no ofrece verdaderas motivaciones: nos preocupamos del orden exterior de la persona, de la expresión correcta, de la llamada “buena educación” en sentido burgués. No se buscan los valores esenciales, como la paciencia, la confianza, el perdón, la reflexión, la tolerancia, el esfuerzo, la participación, etc. El problema de la droga hay que resolverlo en positivo: ¿Para qué debo vivir? ¿Cómo puedo contribuir a hacer este mundo más humano? El de la droga es un problema de prevención. Y la prevención implica a toda la sociedad, personas e instituciones (escuela, familia, Iglesia, asociaciones, partidos, a todas las fuerzas sociales) No vale delegar en otros.
Uso Terapéutico y Uso Superfluo de la droga
Ahora queda por plantear el problema más propiamente ético. En términos tradicionales se podría decir: el uso de la droga no es intrínsecamente ilícito, y de tal manera es así que a veces se permite el uso de la morfina para los enfermos graves y moribundos. Sin embargo, es muy peligroso y no se puede recurrir a ella si no es por motivos muy graves, y nunca por simple placer o por deseo de evadirse de la realidad, escapando de las responsabilidades propias. Hay que distinguir, pues, claramente el uso terapéutico de la droga del uso llamado superfluo.
El Uso Terapéutico. Es lícito suministrar dosis de narcóticos o de estupefacientes a un enfermo grave o a un moribundo para aliviar sus dolores físicos y para animarlo moralmente, a condición de que haya dado su consentimiento y haya previsto sus propias obligaciones religiosas y sociales. La razón es el alivio del sufrimiento y la posibilidad de obtener una mayor serenidad, o también para excluir su rebelión contra la providencia de Dios (cf. Pío XII, alocución del 24 de febrero de 1957 a los estudiosos de anestesiología). No es lícito nunca suministrar narcóticos con el único fin de adelantar la muerte del paciente, ello contribuiría una auténtica y propia eutanasia, ilegítima siempre, aunque se hiciera con el consentimiento del paciente.
Es ilícito que el médico, por propia iniciativa, prive totalmente de las facultades mentales hasta el final de su vida a un enfermo que no haya previsto todavía a sus propias obligaciones espirituales (sacramentos) o temporales (testamento). Pero si el enfermo insiste en pedir los narcóticos, sin querer cumplir sus propios deberes, el médico se los puede suministrar lícitamente. Una vez que se ha condenado la eutanasia, conviene reconocer al moribundo su derecho a morir en paz, bien evitando el prolongarle inútilmente la agonía, bien ofreciéndole todas las ayudas de narcóticos que sirvan a ese fin. Pero si el enfermo, por una elección de ascesis, rechaza los estupefacientes porque “desea aceptar el sufrimiento como medio de expiación y fuente de méritos”, merece respeto también en este deseo suyo cuando la terapia no requiera necesariamente la ausencia de dolor.
El Uso Superfluo. Pero el problema de la droga, tal como se plantea hoy, no es del uso terapéutico, sino su uso superfluo –aunque de voluntario tiene bien poco, puesto que la droga causa una dependencia y un hábito que la hace sentir bien pronto como indispensable.
Queremos protestar contra el “uso superfluo” de la droga. Y lo hacemos con los argumentos a los que se recurre habitualmente:
¿Por qué destruir la propia vida de esta manera?
¿Por qué condenar a un infierno ya ahora la propia vida y la de los familiares?
¿Para qué sirve aliviar los propios sufrimientos y preocupaciones durante unas horas, si luego volverán a aparecer agravados?
Pero queremos añadir algo que nadie dice: no existe “placer” alguno, al menos absolutamente, en el uso de la droga más extendida y letal: la heroína. La gente piensa que el muchacho se droga porque es hedonista. En realidad lo hace porque sufre profundamente y ha encontrado en la heroína el medio de eliminar estos sufrimientos (socio-patía). A veces se drogan no los jóvenes peores, sino precisamente los más sensibles, que no soportan lo absurdo de la vida. Este juicio es profundamente auténtico (salvo, quizá, para el uso de la cocaína y de los otros euforizantes). Los antidepresivos no producen bienestar: se limitan a quitar el mal. Cierto que muchas veces son el conformismo y el deseo de imitar a los otros los que conducen al uso de las drogas. Pero cuando no hay un malestar profundo, el joven deja muy pronto de drogarse. Si uno continúa drogándose es porque ve que el antidepresivo actúa de esponja de todo el malestar propio.
La cura de la toxicomía no tiene necesidad del fácil e inútil moralismo. Es una de las tareas más difíciles. Pero es necesario desmentir a los “profetas de desventuras”, que afirman que de la droga no se sale. Eso va en contra de la experiencia que muchos jóvenes han hecho personalmente, y por lo tanto es falso. Pero va además en contra de la actitud que debe alimentar al creyente, una actitud de continua apertura a la esperanza y a la fe: Dios quiere a todos y no abandona a ninguno.
La solución podría terminar aquí, entre otras cosas, porque no se ven soluciones a corto plazo al problema de la droga. Todavía muchos jóvenes contagiados de nuestra falsa cultura, seguirán ilusionándose con el uso de la “sustancia”.
Las actitudes que se han de cultivar. La moral cristiana es la moral del “comportamiento”, pero es sobre todo la moral de las “actitudes”. Han de evitarse las actitudes moralizantes y de censura. Es necesario escuchar al otro, comprenderlo, no juzgarlo o condenarlo: también cuando se trata de inculcar lo absurdo que es el uso de la droga, que parece liberar cuando en realidad esclaviza, somete a una actitud infantil e irresponsable, relega al mundo de la magia y de la subcultura, amarra con fuerza a la sociedad capitalista y consumista, hace partícipe a pequeña escala de las grandes actividades mafiosas de los traficantes deshonestos y convierte en personas no libres, sino “dependientes”, cada vez más heterodependientes (de personas y sustancias).
En segundo lugar hay que cultivar la actitud de la responsabilidad personal y colectiva. ¿Se debe reforzar el sentido de víctima del joven que se limita a acusar a la sociedad? ¿O se debe, en cambio, empujarle a reconocer que es culpa suya si se droga cuando hay tantos jóvenes que no lo hacen? No caer en el moralismo no significa renunciar a insistir en la responsabilidad personal. El joven debe ser consciente que siempre puede reaccionar, de que puede hacer algo. Más aún, en definitiva la salvación está en sus manos. No debe en absoluto delegarla en otros. Pero esta responsabilidad personal del joven no debe hacer olvidar la dimensión social del problema. La mejor y más eficaz prevención pasa por la transformación de la sociedad, o por lo menos por un intento serio de crear un mundo mejor.
L. Rossi
Tomado de: Nuevo Diccionario de Teología Moral – Diccionarios San Pablo