Una de las claves de nuestros modernos Estados es la separación y diferenciación entre lo que el profesor Peces Barba llamó “Ética Pública y Ética Privada“. Cada ser humano es libre de elegir su propio plan de vida siempre que no choque con la libertad de los demás.
Sin embargo, es innegable el contenido moral de nuestras normas jurídicas. Hans Kelsen intentó rechazar que las normas jurídicas pudieran tener un contenido ético y su “teoría pura del Derecho” es un brillante intento de separar definitivamente ética y derecho. Sin embargo, creemos que la evidencia del contenido moral de las normas aplasta la teoría de Kelsen de forma que ésta queda incompleta y solo correcta de forma parcial.
Nuestros sistemas jurídicos tienen un contenido moral, porque en nuestras normas va implícita una idea de Justicia determinada. Esto es común a todos los ordenes normativos del mundo. La idea de Justicia cambia pero la Justicia es un factor común a toda norma. Como señala Robert Alexy “no hay ninguna norma que quiera ser pretendidamente injusta”. Por eso mismo, debemos reflexionar acerca de ese contenido moral que está en nuestro ordenamiento Jurídico, el “consenso superpuesto” de la filosofía Rawlsiana que nos permite estar de acuerdo en lo básico para que cada uno después realice su propio plan de vida. Unos valores que deben respetar en todo caso las normas jurídicas y que aparecen blindados en nuestra Constitución: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político (artículo 1.1) o la prohibición de arbitrariedad de los poderes públicos (9.3) entre otros.
Sin embargo, es obvio que estos valores y principios son tan generales que pueden ser interpretados de diferente manera y por ello pueden dar lugar a inseguridad jurídica si no hay una norma específica que los desarrolle y los llene de contenido fáctico. ¿Qué ocurre cuando una norma positiva no hace gala del respeto hacia esos valores comunes? ¿Qué ocurre cuando la moral social choca frontalmente con la norma positiva? El juez tendrá que dar respuesta en todo caso y tendrá que decidirse por dar preponderancia a la moral o la norma.
Ronald Dworkin argumentará que el juez debe observar la moral, usos y costumbres a la hora de dar una respuesta a cada caso concreto. Sin embargo, H. L. A. Hart opina que la norma positiva es la que debe aplicarse y solo recurrir a aspectos morales cuando sea la propia norma la que remita a ellos. ¿Quién esta en lo cierto? Quizá los dos tengan parte de razón y quizá los dos estén equivocados, pero el juez tiene que resolver.
Quizá hacer depender nuestro sistema judicial de las interpretaciones morales crea una insoportable inseguridad jurídica. Por otro lado, está claro que no podemos perder de vista el contenido moral de la sociedad y abandonarnos en un positivismo formalista que no conduce a nada.
He aquí la importancia del legislador, que debe ser virtuoso y saber plasmar en cada norma concreta los valores superiores de nuestro ordenamiento, intentando respetar en todo caso ese “consenso de mínimos” que permite la cohesión de la sociedad. Un juez debe aplicar el derecho, e interpretar solamente en los casos en los que no quede otro remedio, si la norma es clara el juez debe aplicarla. Establecer normas justas no es tarea del poder Judicial sino del Legislativo que es el encargado de plasmar en Leyes el consenso de mínimos y la ética pública que domina una sociedad. Es el poder legislativo quien debe reaccionar ante la injusticia y el clamor social, y velar porque la Ley en cada momento haga honor a los valores superiores que constituyen la moralidad pública.