Revista Cine
La segunda jornada en Morelia fue notable, por más que empezó bastante mal con Táu (México, 2012), opera prima del egresado y docente del CCC Daniel Castro Zimbrón. La cinta está en competencia en la sección de Largometraje Mexicano. Un hombre de mediana edad (Brontis Jodorowski, hijo de ya-saben-quién) llega al desierto de Wirikuta con una mochila, una casa de campaña plegable, un garrafón de agua y algunas botellas de tequila y mezcal, pa' lo que se ofrezca. No sabemos bien a bien a qué viene a Wirikuta, aunque podemos inferir que se trata de algún investigador, porque se lleva haciendo dibujos y anotaciones en una libreta. Lo cierto es que el tipo carga con una cámara Súper 8 -es hora que no llega el vídeo por sus rumbos-, filma insectos, dibuja un cactus, toma tequila, se ríe solo -que cuente el chiste, pensé yo al estarlo viendo-, otras veces llora y cuando va a orinar o a defecar, parece ver algo que se mueve alrededor de él. Después de 20 minutos de estar viendo esto, aparece en la película un hombre que le pide agua, le quiere regalar el cascabel de una víbora y le pregunta si no ha visto a "las brujas", unas bolas de fuego que suelen aparecer (eso dice el hombre) en el desierto. Luego, la información llega a raudales: a los 30 minutos sabemos que el tipo quiso a una mujer llamada Ana (Mariana González), que aparece en una foto. A los 40 minutos, afectado por el alcohol, el peyote, la falta de agua y el humo del cuadernito que él ha quemado, el tipo ve a la mismísima Ana, quien lo llama de cariño Gus (ajajá, más información: el personaje se llama Gustavo). Aparentemente, Ana murió ahí mismo por la mordedura de una víbora de cascabel, aunque luego sabremos que no, que se suicidó en su propia tina de baño (o a lo mejor en el mar... Ok: de que está muerta, está muerta). Vagando por Wirikuta con su "aparecida" a un lado, Gus se topa con el infaltable sabio brujo huichol que le dará un tratamiento muy especial -entiéndase: peyotes- lo que dará pie a más bonitas alucinaciones. En fin. Y FIN. El siguiente filme que vi puede que sea el mejor del festival: Amor (Amour, Francia-Alemania-Austria, 2012), ganador de la Palma de Oro en Cannes 2012. Se trata de un desgarrador y comprometido retrato del amor y la devoción que un anciano marido (Jean-Louis Trintignant) muestra cuando su querida esposa (Emmanuelle Riva) sufre un ataque que le deja paralizado la mitad de su cuerpo. Un segundo ataque -que nunca vemos- la deja postrada en la cama, casi sin poder hablar. Con todo y el riguroso método de observación típico en el cine de Haneke, Amor es un filme conmovedor. O devastadoramente conmovedor, si usted quiere. Habrá más oportunidad de escribir de ella, cuando se estrene en el circuito comercial y/o en la Cineteca. Sólo agregaría que las actuaciones/presencias fragílisimas de Trintignant y Riva hacen aún más dolorosa, más lúcida, la película. Las siguientes dos funciones del día fueron una apuesta. Debo decir que el resultado de ella me gustó mucho. Se trató de la exhibición de Cielo Negro (1951) y Orgullo (1955), del cineasta español Manuel Mur Oti (1908-2003), un creador prácticamente desconocido en México -Daniela Michel, la directora del festival, hizo la presentación de los dos filmes, y aseguró que se trataba de la primera exhibición de algún filme de Mur Oti en nuestro país. (En esas funciones estaba, por cierto, Nick James, el editor de Sight and Sound, a quien Michel agradeció porque por un texto de él en la revista inglesa conoció de la existencia del susodicho Mur Oti). Debo confesar que no tenía la menor idea de la existencia de este cineasta aunque, por el texto que publica el cinecritico español Miguel Marías en el catálogo del festival, pareciera que tampoco en España lo conocen mucho, pues terminada la dictadura -Mur Oti hizo prácticamente toda su carrera durante el franquismo- sufrió de la burla, del desdén o del muy mexicano ninguneo de establishment crítico español, algo que Marías afirma que es injusto. Mur Oti dirigió 16 largometrajes y si los catorce que restan son más o menos como Cielo Negro y Orgullo, creo que valdría mucho la pena hacer el esfuerzo de conocer otros filmes más de ese cineasta español. Cielo Negro es un melodrama de a de veras, desaforado, realizado con gran convicción, aderezado por regocijantes momentos de comicidad negra y, como plus, la presencia de un Fernando Rey jovencísimo. Susana Canales es Emilia, una joven empleada de una casa de modas (dizque) parisina. Enamorada de Fortún (Luis Prendes), un compañero de la chamba, y chiflada porque el tipo la invitó a la verbena, la muchacha "toma prestado" un carísimo vestido que, por supuesto, se echará a perder después que una lluvia torrencial interrumpa la cita de ella con Fortún. Echada a la calle por ladrona, con Fortún viviendo en Valencia y con una miopía que avanza cada vez más rápidamente, Emilia va de desgracia en desgracia, como en todo melodrama que se precie de serlo, pues poco después se dará cuenta que su mamá está muy enferma. La segunda parte del filme es delirante y combina el humor con la crueldad. Una modelo de la casa de modas contrata al poetastro López Veiga (Rey, formidable) que, por un café con leche y un par de ricas ensaimadas, está dispuesto a escribirle a Emilia apasionadas cartas de amor firmadas por Fortún. Cuando el engaño se descubra, todo esto dará pie a una breve farsa, a una secuencia de tormenta digna de Griffith/Sjöström y a un intento de desafío moral inusitado para la España de Franco. Por desgracia, esto último queda en un intento, pues el desenlace está bastante domesticado -aunque resulta lógico, si nos ubicamos en el lugar y en el tiempo en el que se hizo esta notable película. Orgullo, por su parte, fue presentada por Daniela Michel como el primer western realizado en Europa. En efecto, aunque el centro dramático sea un convencional melodrama rural de amor (im)posible entre dos generaciones de grandes hacendados vecinos, la realización de Mur Oti aspira a la grandeza épica del western americano, por el manejo de los espacios abiertos, por la elección de ciertos encuadres emblemáticos y por la descripción del trabajo cotidiano de estos vaqueros, pastores y señores semi-feudales igual de testarudos y orgullosos. Laura (guapísima Marisa Prado) regresa a la hacienda materna después de haber estudiado y vivido muchos años fuera. Su madre, doña Teresa Mendoza (Cándida Losada), quiere que se haga cargo del patrimonio familiar, así que la empieza a educar en el manejo de esos vastos territorios. Una regla sigue firme desde hace muchos años: no debe tener ninguna relación con ninguno de los Alzaga, padre (Enrique Diosdado) o hijo (Alberto Ruschel, blando), los hacendados vecinos, con quienes comparten un preciado río que provocó, hace mucho tiempo, una sangrienta guerra entre las dos comunidades. Por supuesto, la hija de un lado y el hijo del otro se enamorarán, ante el disgusto y la consternación de su madre y padre, respectivamente. Aunque esta previsible historia de amor es el núcleo del filme, muy pronto veremos que hay varias subtramas que giran alrededor de él: el pasado existente entre la madre de Laura y Alzaga padre, la relación de mutua dependencia entre los señores amos y las huestes que los sirven y el peso de las tradiciones en un mundo tan cerrado como el descrito en el filme. La cinta -que apenas dura 106 minutos- parece más larga no por aburrida, sino por la riqueza de las historias que va desarrollando, incluyendo ese insólito interludio de western de pioneros que vemos en la última parte del filme, cuando Laura dirige a sus vaqueros a un mítico lago que se encuentra en una inaccesible montaña. El último encuadre de la cinta es digno de cualquier clásico hollywoodense de la época.