Revista Cine
Beyond the Hills es el título internacional de la más reciente película del rumano Cristian Mungiu, Dupa Delauri (Rumania, 2012), cinta ganadora del premio a la Mejor Actriz -otorgados a sus dos protagonistas- y al Mejor Guión en Cannes 2012. El director de 4 Meses, 3 Semanas y 2 Días (2007) nos muestra de nuevo una historia con dos jóvenes mujeres en problemas. Voichita y Alina (Cosmina Stratan y Cristina Flutur, respectivamente) fueron mejores amigas -y acaso algo más- durante toda su infancia y adolescencia, pues vivieron juntas en un orfanato. Ahora, Voichita ha tomado los hábitos y vive recluida con otras nueve monjas ortodoxas en el Monasterio de la Montaña, un rígido centro de oración, recogimiento y beneficencia dirigido por un imponente hombre barbado al que todos llaman Papá (Valeriu Andriuta). Alina, que trabaja como criada y mesera en Alemania, ha llegado de visita al monasterio para "rescatar" a Voichita que, por el contrario, quiere que Alina se quede ahí. El comportamiento brusco de la explosiva Alina provocará el escándalo de las monjas, la Madre Superiora (Dana Tapalaga) y, por supuesto, de "Papá", quienes llegarán a la conclusión que la muchacha tiene el demonio adentro. Y para ellos no es una metáfora. Estamos ante un absorbente drama que describe con lujo de detalles el peor fanatismo religioso, pero no encontramos en el filme una crítica rabiosa contra la ignorancia o el abuso, sino solamente la impasible descripción de una serie de circunstancias que llevan a todo mundo a tomar la peor decisión posible en el peor de los momentos. Como es común en el cine rumano contemporáneo -bueno: en el que llega a México, en todo caso- hay una preocupación exasperante en todo tipo de minucias: en ciertos trámites que hay que hacer, en la lista de pecados que hay que asegurar que no cometemos, en los detalles más nimios de alguna conversación que no vienen al caso. A veces, esto nos lleva a la carcajada; otras veces, al horror. Otra obra mayor de Mungiu. Volví a ver Fogo (Canadá-México, 2012), el tercer largometraje de Yulene Olaizola, del cual ya escribí por acá, con todo y aclaración adicional de la propia cineasta después de haber leído mi texto. No cambié mi opinión: se trata de un interesante ejercicio de exploración de un territorio desconocido en un tono de documental "ficcionalizado". Curiosamente, a excepción de otro colega, que compartió mi moderado entusiasmo por la cinta de Olaizola, todos los demás críticos con quienes la comenté la aborrecieron. Suele pasar. Las Lágrimas (México, 2012), cinta mexicana en competencia de apenas 63 minutos de duración es otro ejercicio, pero escolar. Dirigido por el aún estudiante del CCC Pablo Delgado Sánchez, estamos ante una sentida (pero nunca sentimental) descripción de lo que sucede dentro de una familia (mamá casi catatónica, hermano mayor adolescente alcoholizado, hermano menor preadolescente confundido) ante la clara ausencia paterna. No importa, en realidad, lo que ha pasado con el padre -si se murió o se fue- sino lo que sucede entre los dos hermanos, que tratan de recuperar lo que existe entre ellos. La cinta está competentemente realizada, los jóvenes actores (Fernando Álvarez Rebeil y Gabriel Santoyo Navidad) encarnan con justeza los conflictos de sus personajes y se agradece que el cineasta debutante no haya alargado artificialmente la anécdota para llegar a una duración de largometraje comercial. Así como está, es un muy decente ejercicio. No más, pero no menos. Luego vi Argo (Ídem, EU, 2012), el más reciente largometraje del actor, guionista y cineasta Ben Affleck. Se trata de una suerte de thriller de espionaje en tono de comedia, con un ejemplar manejo del suspenso y con John Goodman y Alan Arkin robándose la película cada vez que aparecen en pantalla. La película se estrena comercialmente en unos días, así que habrá tiempo y espacio para escribir de ella. Por lo pronto, sólo agregaré que se trata de la cinta más convencionalmente hollywoodense que haya realizado Affleck hasta el momento. No es un defecto, que conste. Pero eso es lo que es. La restaurada The Love Parade (EU, 1929), de Ernst Lubitsch también tiene sus defectos, pero estoy dispuesto a perdonarlos todos porque más que defectos se trata de características propias de una época y de un género que estaba a punto de nacer. The Love Parade es un divertidísimo musical en el que el mujeriego conde Rénard (tipazo Maurice Chevalier), agregado militar de cierto país centroeuropeo llamado Sylvania, es enviado de regreso a su tierra debido a los innumerables líos de falda en los que se ha metido. Cuando llega a la audiencia con la guapa Reina Louise (Jeannette McDonald), los dos se enamorarán a primera vista, lo que provocará el único gran conflicto de la cinta: al casarse con la Reina, el orgulloso Rénard se convertirá en un Príncipe Consorte de adorno. Escribí que The Love Parade es un musical. No exactamente: se trata, más bien, de una suerte de mezcla de opereta y music-hall en el que los personajes cantan -o bailan- mientras la cámara estática los toma, imitando la posición de un espectador teatral. Estamos lejos de los delirios de Busby Berkeley y del genio de Minelli o Kelly/Donen, pero esta cinta de Lubitsch tiene lo suyo: el alemán emigrado a Hollywood era inigualable en el manejo justificado de esos escenarios lujosísimos, los actores/cantantes protagónicos y secundarios están formidables y hay, por lo menos, dos números musicales maravillosos: la despedida parisina de Rénard, su criado y su perro; y el dueto entre el criado de Rénard y la criada de la Reina. Ah, y en cuanto al Toque Lubitsch: para quienes todavía no lo entienden, ojo a la escena inicial en la que tiene un papel importante cierto liguero que cambia de manos. The Love Parade no es la mejor película que he visto en Morelia 2012 pero sí, de lejos, la más encantadora.