Con uno de los títulos más evocadores y hermosos que haya tenido alguna vez una película, "Des journées entières dans les arbres" - que se encarnó en los sucesivos estados de la palabra: primero fue novela, luego pieza teatral, película a los veintidós años, de nuevo teatro... -, quizá sea, además de la que prefiero, la obra que mejor "contradice" al cine de Marguerite Duras, generador de más admiraciones que afectos y no pocas fobias y alergias.
La misma alineación de circunstancias que suele asistir a las películas privilegiadas, alumbra a sus imágenes. La emoción, la feliz armonía de un casting encabezado por la venerable Madeleine Renaud (y Jean-Pierre Aumont y Bulle Ogier, adustos y ambiguos), cómo regresa el pasado y cómo se niega a ser desalojado el presente, la belleza de los encuadres, el dinamismo y la imprevisibilidad... difícil descripción, imposible.
Lo que hubiesen hecho Buñuel, Ioseliani o Cassavetes con un argumento afín como este, queda en el terreno de la elucubración, pero lo que hace Duras, es fundamentalmente sencillo y sensible, le afecte más o menos su contenido. Si algo tiene que temblar, dudar o atravesar la pantalla, lo hace, sea cual sea su conexión con la realidad y los matices autobiográficos, las rimas con los misterios siempre danzando en torno a su figura, ni se aclaran ni se amplifican. Ni le importan a nadie más que a ella.
Ahí están la compasión, el fracaso, la memoria - una sola y tan distinta según quién la convoque -, la libertad para elegir aunque te lleve a sentarte en un decrépito sofá en lugar de en una chaise longue y el baile de disfraces cotidiano que al menos sirve para matar horas y no sentirse asesinado por ellas.
A Duras le basta con poner la cámara a la altura de la barbilla, justo donde la mueca delata al que finge.
Me parece significativo que las cosas importantes - y las más difíciles - que se dicen en el film, se hagan con una sonrisa en la boca, quedando lo complementario para ser acompañado por gestos serios. Consigue así Duras dos cosas: reafirmar a sus personajes, que no tienen por qué entrar en conflicto después de tanto tiempo (o con tan poco tiempo ya para cambiar) y hacer ligera la narrativa, etérea casi, derribando el típico muro circunspecto que iguala al que mucho tiene que decir y se parapeta para "protegerse" con el que nada tiene entre manos y se esconde como un ratón.
Y desde luego, propicia un ritmo en el que una escena de una comida, filmada frontalmente, puede ser muy divertida, pero unas pocas notas al piano sonando tras un silencio, aturdan y puedan retirarse - como hace siempre Godard - justo antes de hacerse obvias.
Con tanta suavidad, brilla con fuerza otro dilema en el film, no sólo el del paso tiempo como se le supone (ligado además a un ya muy lejano momento en que se bifurcó el camino de madre e hijo para no volver a juntarse más), también el de la resistencia, cómo se afronta la vida, si recompensa más luchar denodadamente para levantar contrariedades o es preferible dejar que todo llegue y se vaya, aprovechando los buenos vientos y no enfadándose cuando hay calma chicha, pues no se tiene derecho.
Cinematográficamente la oposición no puede ser trivial, sobre todo porque no hay solución.
Alguien que devora con ganas todo, engendró y perdió a quien se ha convertido en un calculador, al que mira con la extrañeza del que debe tratar de entender cuando su costumbre es encarar y fijarse en cómo camina para adoptar su paso, con el que prueba señuelos como si aún fuese un niño... y al que no puede evitar querer como entonces, cuando se pasaba el día entero encaramado a los árboles.