Arenys de Mar - Arenys de Munt, Vilassar de Dalt - Vilassar de Mar, Premià de Dalt - Premià de Mar... cualquiera que haya pasado por la comarca catalana del Maresme y se haya bañado en sus playas (o padecido las colas de la N-II), seguro que se habrá percatado de esta particular dualidad que existe entre los pueblos de esta parte de la costa barcelonesa. Sin embargo... ¿cual es el origen de este curioso desdoblamiento que ha hecho que varios pueblos diferentes, unos ubicados en la misma playa y otros alejados de ella unos kilómetros, compartan un mismo nombre? La Historia, como pasa siempre, tiene sus golpes ocultos y les puedo asegurar que sus poderosas -y a veces sangrientas- razones para tener que hacerlo.
A pocos kilómetros de Barcelona, hacia el norte, podemos encontrar la comarca de El Maresme, una franja de tierra de unos 400 km2 que ocupa el estrecho piedemonte existente entre las cumbres de la sierra del Montnegre ( ver Las extraordinarias hayas del Montnegre) y las playas del Mediterráneo. Esta comarca, desde siempre ha sido el destino de vacaciones preferido de la burguesía barcelonesa. Su relativa cercanía a la capital, sus costas y sus paisajes mezcla de agricultura, bosques espesos y montaña baja, han hecho que este espacio, desde el siglo XIX, sea uno de los centros turísticos con más fuerza y desarrollo de Catalunya. Pero, claro... no siempre han sido así las cosas en esta parte del Mare Nostrum y, durante varios siglos, tener una casita en la playa, no era sinónimo de holganza y asueto, sino de ser una presa fácil de los piratas que, cimitarra en ristre, visitaban de forma furtiva y violenta las playas del Maresme.
Durante el siglo XVI y hasta el siglo XVIII, el mar Mediterráneo era el tablero de ajedrez donde se dirimían los pulsos de poder entre un Imperio Español en decadencia y un Imperio Otomano que, en pleno auge, ponía en un serio brete a los países europeos ( ver Caransebes, la batalla más idiota de la historia).
Esta situación de conflicto entre ambas potencias hacía que los encontronazos bélicos fueran constantes, aunque tuvo un punto de inflexión en el momento de la Batalla de Lepanto (1571), cuando las tropas cristianas, con España a la cabeza, consiguieron parar los pies a la expansión mediterránea de las huestes turcas. No obstante esta derrota, había muchas formas de incordiar a los españoles en el Mare Nostrum sin tener que recurrir a la lucha directa de las flotas. Y una de ellas era llevar a cabo expediciones de pirateo.
En estas incursiones -que se organizaban desde mucho tiempo antes de la derrota de Lepanto- grupos reducidos de embarcaciones otomanas (muchas veces con moriscos españoles expulsados y que se conocían el territorio) atacaban las poblaciones costeras de todo el Mediterráneo Occidental. La idea era hacer razzias rápidas y violentas con las cuales saquear los pueblos costeros y crear un clima de terror e inseguridad entre la población civil. En pocas palabras: terrorismo.
Los pueblos de todo el arco mediterráneo español se encontraron de esta forma con una seria amenaza para sus vidas (de aquí la expresión " No hay moros en la costa"). Amenaza que, además, no era resuelta satisfactoriamente por la corona castellana, habida cuenta su prioridad absoluta para con el control militar del Atlántico y del control de las riquezas que provenían del Nuevo Mundo, la cual cosa provocaba una seria desprotección de las costas mediterráneas. O dicho de otra forma, que como los turcos no dejaban expandirse hacia oriente, los recursos se fueron hacia occidente, dejando los territorios españoles más orientales a dos velas.
En el Maresme, los pueblos, conociendo la peligrosidad que se desprendía de estar cerca del mar, crecieron a una cierta distancia de la costa. La franja costera, por su parte, quedaba relegada para los que tenían tierras en aquella zona o bien para los que no tenían tierras y se veían forzados a vivir de la pesca para poder subsistir.
De esta forma, aprovechando los lechos casi siempre secos de las rieras y torrentes que, bajando del Montnegre y el Corredor llevan desde el interior a la costa, se fueron desarrollando unas vías de comunicación entre los pueblos originales y sus barrios de pescadores. Barrios marítimos que, ante la amenaza berberisca, o bien se parapetaban como podían (aún hoy se pueden encontrar muchas masías fortificadas y torres de vigilancia de aquella época) o, lo que era más normal, huían hacia el núcleo habitado de tierra adentro, volviendo a sus casas una vez el peligro había pasado... si aún estaban enteras, claro.
Así las cosas, además de las evidentes dualidades antes mencionadas de Premià, Vilassar y Arenys, pueblos maresmenses de interior tales como Tiana, Teià, Sant Iscle de Vallalta o Palafolls, desarrollaron los respectivos barrios marineros de Montgat, Masnou, Canet de Mar o Malgrat de Mar. Núcleos costeros que, no fue hasta la llegada del siglo XIX -y con él, el fin definitivo de la amenaza pirata otomana- cuando pudieron crecer libremente, independizándose muchos de ellos de las parroquias principales, formando el germen de los municipios turísticos que conocemos en la actualidad.
En resumidas cuentas, que estos pueblos dobles del Maresme corresponden a una respuesta de la población civil en un momento de la historia de este país en que el Estado, ni era capaz, ni quería atender las necesidades de seguridad pública de los habitantes de la costa mediterránea. Ahora que el Estado reduce cada vez más su cobertura en todos los sentidos (excepto para los de siempre, evidentemente), haríamos bien de tener en mente este ejemplo y recordar que, cuando el estado no funciona, la comunidad tiene el deber moral de organizarse ella misma para poder sobrevivir.
Piensa global, actúa local. No hay más.