Seguramente al escuchar Moros y cristianos la memoria de cualquier internauta se irá directamente a Jordi Hurtado rapeando a Roberto en ese maravilloso e infame momento de ‘Saber y ganar’. Sin embargo, más de veinte años antes de aquel “Muy seguro estoy que se celebra en Alcoy”, era Jose Luis García Berlanga el que estaba en la mente colectiva. En 1987 firmó su última colaboración con Rafael Azcona (al menos llevada a cine, no olvidemos que hace muy poco se desveló el guion de ¡Viva Rusia!, la cuarta parte de los Leguineche que ojalá podamos leer tarde o temprano), una película más festiva y menos amarga que sus obras maestras, pero que comparte el caos, el humor y la crítica a la sociedad en conjunto: Moros y cristianos.
Es un poco raro que en el centenario de Berlanga esta sea una de las dos películas que se han decidido reestrenar comercialmente. Pero, aunque lo mejor de Berlanga esté atrás, cuando la mordacidad y la sátira eran una manera de luchar contra el fascismo, Moros y cristianos es una reunión de lo mejor de la historia del cine de comedia español. No hay nadie que no esté en el casting y, aún más, no hay nadie que no lo borde: desde una desesperada Rosa María Sardá hasta un estricto Fernando Fernán-Gómez (genio donde los haya) pasando por José Luis López Vázquez, fabuloso en cada escena, Pedro Ruiz, Andrés Pajares (que llena la pantalla cada vez que sale), Agustín González, Chus Lampreave, Verónica Forqué, Antonio Resines, Luis Ciges, Diana Peñalver o incluso Emilio Laguna.
Todos ellos comparten escenas al más puro estilo Berlanga: planos secuencia, diálogos sobre diálogos sobre diálogos, desbarajuste, mil cosas ocurriendo a la vez… Los años han pasado, pero Moros y cristianos sigue siendo una absoluta gozada a todos los niveles. Quizá le falta un poquito de mala leche, pero bastante demostró ya el director en El verdugo o Plácido: también los magos de la socarronería merecen un descanso de vez en cuando contando historias más sencillas.
En este caso, la de unos fabricantes de turrón de toda la vida que quieren darse a conocer y para ello contratan, un poco inconscientemente, a un publicista que está llevando la campaña promocional de la hermana de la familia, que quiere meterse a diputada. Berlanga dispara hacia el mundo del márketing más que certeramente (el cambio de branding, la ridícula aparición televisiva, las fotos retocadas…): de hecho, con un par de cambios y añadiendo un par de menciones al Photoshop, la trama es perfectamente actual.
Cierto es que puede chocar en una cinta así ver algunas cosas que en 2021 son impensables, como el machismo inherente a Berlanga (como su alumna Josefina Molina afirmó, “Berlanga era misógino y feminista”), el racismo, la banalización del acoso sexual o la escatología. Eran otros tiempos, pero no está de más ir sobre aviso: cierto es que no llega al nivel de Todos a la cárcel, quizá su obra más destroyer e incorrecta, pero aun así puede dar lugar a malas caras si este es el primer acercamiento a su cine.
Más allá de estos momentos, la película funciona como un reloj: todos los personajes son fabulosos, desde ese Marcial tonto, sexualmente desviado y pelota hasta ese Jacinto moderno, sabelotodo y, en el fondo, gañán. El enfrentamiento entre las costumbres urbanas y de los pueblos (ese inicio en la rotonda), los frailes que se convierten sin querer en parte de la maquinaria capitalista (comandados, por cierto, por el marqués de Leguineche en persona, Luis Escobar), la residencia de ancianos para cinco estrellas o los premios en los que el ganador es el que más dinero pone son solo algunos de los momentos en los que Berlanga, bien entrenado, coge su rifle de francotirador y dispara a matar, solo que con pistola silenciadora. Y consigue dar en el blanco.
Aunque se considera una obra menor del cineasta, también es su última gran película (dejando aparte Villarriba y Villabajo, serie que es incomprensible que nadie haya intentado recuperar en el centenario Berlanga), y como tal merece la pena ser vista. Desde el minuto uno hasta el último acompañan las carcajadas, la mala leche (un pelín aguada) y la visión del cineasta: no por estar en momentos de democracia va a dejar de dar en el clavo.
He llegado a leer que Moros y cristianos no es Berlanga en estado puro, pero parece que quien lo ha escrito no ha visto a Berlanga últimamente. Tiene todos los ingredientes, y aunque la ejecución no es perfecta (por ejemplo, el personaje de la cantante de ópera es un poco aburrido y distrae de la trama principal), sí está al nivel de La escopeta nacional sin ningún problema. Es un Berlanga que sabe lo que hace, que controla la cámara y lo que está ocurriendo delante, y que solo quiere meter un poquito el dedo en el ojo en lugar de luchar contra todo un sistema establecido.
Ah, por cierto, ante la pregunta “¿Qué haría Berlanga ahora?”, cada vez estoy más seguro de que la gente ha visto‘¡Bienvenido Mister Marshall! y ya les vale para hacer la preguntita absurda de marras, como si Berlanga fuera un cronista de la actualidad y no un experto en sátira y creación de personajes.
Moros y cristianos (Luis García Berlanga, 1987) ½
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