Revista Religión

Mortalidad

Por Claudio Auteri Ternullo @micedvalencia
LOS CRISTIANOS NO TIENEN QUE
TEMER A LA MUERTE
Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros.Filipenses 1:21–24 No sabemos cómo habrían salido de este mundo los humanos, de no haber tenido lugar la Caída; algunos dudan que hubieran salido de él jamás. Sin embargo, tal como son las cosas, la separación del cuerpo y el alma por medio de la muerte corporal, que es al mismo tiempo fruto del pecado y juicio de Dios (Génesis 2:17; 3:19, 22; Romanos 5:12; 8:10; 1 Corintios 15:21), es una de las cosas ciertas de la vida. Esta separación del alma (la persona) y del cuerpo es señal y emblema de la separación espiritual de Dios que produjo la muerte física (Génesis 2:17; 5:5) y que se hará más profunda después de la muerte para aquellos que dejen este mundo sin Cristo. Por consiguiente, es natural que la muerte aparezca como un enemigo (1 Corintios 15:26) y como algo aterrador (Hebreos 2:15).

El terror de la muerte física queda abolido para los cristianos, aunque siga siendo desagradable morir. Jesús, su Salvador resucitado, pasó Él mismo por una muerte más traumática que todas aquéllas a las que tendrán que enfrentarse los cristianos jamás, y ahora vive para apoyar a sus siervos cuando pasan de este mundo al lugar que Él les ha preparado en el otro mundo (Juan 14:2–3). Los cristianos deben considerar su propia muerte futura como una cita en el calendario de Jesús; cita que Él va a cumplir fielmente. Pablo pudo decir: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia… teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:21, 23), puesto que estar “ausente del cuerpo” significará estar “presente al Señor” (2 Corintios 5:8).Al morir los creyentes, su alma (es decir, los creyentes mismos, como personas que siguen existiendo) son perfeccionados en la santidad y entran en la vida de adoración del cielo (Hebreos 12:22–24). En otras palabras, son glorificados. Algunos que no creen esto, suponen que existe una disciplina de purgatorio después de la muerte que es en realidad otra etapa en la santificación, durante la cual se va purificando el corazón de manera progresiva y refinando la personalidad en preparación para la visión de Dios. Sin embargo, esta creencia no es ni bíblica ni lógica, porque si al venir Cristo, los santos que estén vivos sobre la tierra van a ser perfeccionados moral y espiritualmente en el instante de su transformación corporal (1 Corintios 15:51–54), es natural suponer que lo mismo le sucede a cada creyente en el momento de su muerte, cuando deje detrás su cuerpo mortal. Otros suponen que hay un estado de inconsciencia (la dormición del alma) entre la muerte y la resurrección, pero las Escrituras hablan de relaciones, actuaciones y goces conscientes (Lucas 16:22; 23:43; Filipenses 1:23; 2 Corintios 5:8; Apocalipsis 6:9–11; 14:13).La muerte es decisiva en cuanto al destino de la persona. Después de ella no hay posibilidad de salvación para los perdidos (Lucas 16:26): a partir de ese momento, santos e impíos cosechan lo que hayan sembrado en esta vida (Gálatas 6:7–8).

Para los creyentes, la muerte es ganancia (Filipenses 1:21), porque después de ella se hallan más cerca de Cristo. Sin embargo, la pérdida del cuerpo como tal no es ganancia; el cuerpo es instrumento de expresión y experiencia, y estar sin cuerpo significa estar limitado; empobrecido, en realidad. Por eso Pablo quiere ser “revestido” con su cuerpo de resurrección (esto es, volver a tener cuerpo), más que ser “desvestido” (es decir, dejar de tener cuerpo, 2 Corintios 5:1–4). La verdadera esperanza cristiana consiste en ser resucitados para la vida del cielo. Así como la vida en el estado “intermedio” o “temporal” entre la muerte y la resurrección es mejor que la vida anterior en este mundo, la vida de resurrección va a ser mejor aún. De hecho, será la mejor posible. Y esto es lo que Dios tiene reservado para todos sus hijos (2 Corintios 5:4–5; Filipenses 3:20–21). ¡Aleluya!


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