Revista Cultura y Ocio
Tengo imágenes de estas para aburrir. Suelen tomar el aspecto de torres de libros sobre mi mesa. Solo tengo dos modos de aliviarlas: leer y colocar. Leer lleva su tiempo y colocar es más fácil, pues basta con recibir un libro y ponerlo en su sitio; ¿pero quién se resiste a dejar un libro en su estantería sin haberle dedicado la atención que merece? La puede merecer por ser un regalo o por ser un capricho. Si es un encargo pagado para escribir, es otro asunto; y no suelo poner aquí nada que haya sido comprometido para otro lugar antes de que se publique en su destino. Me fijaba mucho frente a la casa de mi madre en esa gente que en la calle los sábados y domingos no hacía nada más que sentarse a hablar y tomar un café, una caña, o fumarse unos cigarrillos; y así todos los días. Pasa en todos los sitios. Hay personas que miden su existencia con las horas en un bar, con la cantidad de copas o de crucigramas, con el número de chistes y con trienios de insustancia. Hay quien no hace otra cosa en el día que pasear a los perros, comer y beber como sustento —casi nunca como placer—, interesarse por la vida de los vecinos y ver la televisión sin dejar de pulsar el mando hasta que el sueño llega. El día siguiente es igual. Y el siguiente. El desayuno, los perros, comer, ver la televisión, acostarse. Y así todos los días. Ni siquiera el aseo forma parte de la rutina. Ni el sexo. Conozco a mucha gente que, salvo cuando levantan la cabeza para beber, están cabizbajas, esto es, todo el día mirando el móvil. Así un día y otro día de todos los días de sus vidas. No son peores que los míos, seguro. Lo que me hace ajeno es que los únicos papeles de su vidas sean el periódico pringoso del bar en el que hacen el crucigrama o el tique de la cuenta que han pagado del carajillo que se han bebido. Mucho de lo que me ocurre tiene la forma de esas torres de libros que alguno imaginará, de este cuaderno en el que escribo antes de pasarlo a otro formato, o de estos papeles que yo no tengo ni idea de cuándo podré colocar en su sitio. Y, por supuesto, no me planteo que tenga alguna necesidad de escribir sobre todos y cada uno de los libros que están en las mesas de la casa en la que vivo. Leer y colocar; pero ¿escribir? Estaría bueno que uno no tuviese que hacer otra cosa que escribir sobre todo lo que lee sin perder la cabeza —por cierto, acabo de terminar de leer una edición excelente de La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, de Valle-Inclán; y estoy deseando escribir sobre ella. Un mosaico así, como el de la imagen, es como las páginas de mi agenda, dan cuenta de mí, del encuentro con un amigo para darme su libro, del regalo que fue muestra de que un hermano se acordó de un cumpleaños, de una visita a una librería para buscar un libro y encontrar otros... Tengo imágenes de estas para aburrir. Y aburro, es verdad.