Después de una semana movidita, tras ver realizarse dos de mis grandes sueños:
Me he quedado con ganas de más, todavía me quedan toneladas de adrenalina en el cuerpo por derrochar, y por esta misma razón en este momento; me dispongo a regalaros parte de ella.
El moscardón, el rancio. Es es tema sobre el que hoy, por motivos varios, me apetece escribir un poco antes de ir a soñar con los angelitos.
La cuestión es que siempre odié a los rancios ultracorrectos. ¿Sabe de quienes le hablo no? Exacto esos que siempre están detrás suya con unos modales, eso sí exquisitos, dispuestos a darle la tabarra en cualquier momento del año. Si ahora los odio más que nunca es porque siempre hay uno, bien gordo o cabezón, que aparece y desaparece en cada instante de mi vida. Hable de lo que hable hay está la criaturita, creyéndose por encima del bien y del mal (Já), dispuesta a rebatirme con argumentos totalmente fuera de lugar, eso sí, con una palabrería impresionante que por su utilización dudo que sepa el correcto significado de sus términos.
Si me lee, observe la cortesía de llamarle de usted, déjeme vivir en paz con mis pensamientos. La verdad, no es por usted sólo, es porque existen infinidad de personas igualitas idénticas a su persona que están a cada instante oscureciendo mi existencia. Métase en sus asuntos y si tiene ganas de poner la contraria un rato, póngasela a su abuela o hable con los geranios de su madre que dicen que el hablar con las plantas, las embellece.